Es el diario un género que debiera tender hacia la
intimidad, que debería servir de salida de todo lo que conlleva el ser humano.
Y para Juan Bernier, poeta cordobés, lo fue, “escribir es un desahogo”, vía de
escape por la que fluye lo que él denomina su esclavitud, la de estar preso de
la tentación de la carne joven. El autor murió en el año 1989 sin terminar de
corregir el texto al que quiso dar luz. El diario empieza con añoranzas,
evocaciones de infancia con deseo de recuerdo. Sigue la guerra civil, y el
final de ésta, con la indiferencia general ante la miseria y la terrible
represión. El autor es valiente y cuenta su vida oculta, la que nadie conoce,
la que le hace pasear a la luz de la noche buscando el placer prohibido, la belleza
de los jóvenes o de lo niños que venden sus caricias o su cuerpo por unas
monedas. Y se descubre observado y piensa en el suicidio ante el rumor. Busca a
Dios, prueba la confesión religiosa, pero lo que más le ayuda es su auto
comprensión, que le genera una tranquilidad de conciencia sin que aparezca la
depresión del arrepentimiento. Y afirma que “todo es normal, incluso la
anormalidad misma”. Y declara sincero que “son los ojos mi alegría y mi martirio”,
y que “mi secreto está prohibido”. No quiere hacer proselitismo, “no quiero, no, que los demás sean como yo”,
y así transcurre esta dura confesión en cuartillas, repleta de poesía. Si algún
día lo leen, no dejen de releer el apartado titulado “Calle de amigos: calle de
cadáveres” (28/12/1942). Sentirán cómo algo se mueve dentro de ustedes, y sentirán
como propios el remordimiento y la impotencia del autor ante el enfermo
apestado que busca consuelo, que sólo busca que le vean, mientras las miradas
se escabullen a su paso.
viernes, 31 de agosto de 2012
jueves, 30 de agosto de 2012
arena
Conocí al “tío la arena” hace mucho tiempo, yo era pequeño,
escasamente persona, niño de ojos abiertos que se dormía en brazos, pero me
quedó la expresión, en labios de mi padre, “ya viene el tío la arena”, y ese momento
coincidía con el devenir de mis párpados, que oscilaban arriba y abajo y se
mantenían más cerrados que abiertos, esperando colchón y descanso. Y me enteré
después que “el hombre de la arena” era un relato corto de Ernst Hoffman, publicado
en 1816, basado en un personaje que lanza arena en los ojos de los niños para
que se queden dormidos. Y antes de ese hallazgo llegó “Mr.Sandman”, publicada
en 1954, canción de Pat Ballard, interpretada por muchos, pero primero por “The
Chordettes”. Y el tema le pedía un sueño al hombre de la arena, y aún no
pidiendo, los sueños llegaron a mi vida. Y Mr. Sandman es una deliciosa
canción, suave y tranquila, que puede hacer soñar y hasta hacer que uno se
convierta, de nuevo, en un ser indefenso en brazos que vigilan el sueño.
murray
Aquí no hay pista de baile, no hay noche forzada, no hay
grandes altavoces, aquí la pista es una inmensa carretera en un inmenso país.
Aquí hay luz, días, noches, faros. Aquí hay ventanillas abiertas, aire
golpeando el rostro. Aquí hay coche, radio, publicidad y música. Dos personas,
un coche, dos manos enlazadas, volante que pierde una. Aquí hay tiempo,
tranquilidad, espacio por recorrer, atardeceres brillantes. Canción nunca oída
hasta ese momento, que aparece por sorpresa, a él le gusta y a ella también. El
coche se convierte en espacio de sueños. La buscan, la encuentran, la compran,
la oyen, la sienten, pero nunca suena igual, nunca sonará igual que aquel
infinito y cálido verano de viajes en coche blanco. Verano del 92, California.
Ella, la cantante, se llama Anne Murray, canadiense, la canción, “Danny’s song”,
después vinieron otras, a ritmo de vals, “Could I have this dance”, y espacios
escasos para bailar.
tras las luces
La señal de retirada eran las luces que se apagaban, los
cuerpos que se alejaban del centro, el círculo infinito que se abría. Y uno ya
sabía lo que venía. Y una fuerza centrífuga desconocida lo empujaba hacia la
zona de visión. Y cuando sonaba ese primer acorde, un piano mil veces tocado,
recordado, memorizado, uno se estremecía, miraba, se refugiaba, envidiaba todo
aquello que otros empezaban a sentir, o simplemente sentían desde hacía ya un
tiempo. Y esa mirada perdida buscaba lo que no se atrevía a buscar, quizás
encontrara al rostro conocido, pero aunque ahí estuviera, todo estaba decidido.
No era el momento. El momento ya llegaría, se consolaba. Y si esa cara conocida
tenía acompañante, la desesperación se acrecentaba. El destino, la mala suerte,
por qué, preguntas que se amortiguaban a medida que crecía la canción mientras
se avivaban los sentidos y aquello empezaba casi a dejar de ser una canción
lenta. Pero daba igual, uno los veía bailar agarrados y elucubraba también
sobre ese momento, lo que diría, lo que sentiría. Y así hasta que se alcanzaba
el momento cumbre, donde uno seguía sólo y quieto, y movía sus pies y parece
que conociera la letra de la canción mejor que nadie, aunque sólo sabía una
palabra.
Uno se dio cuenta mucho más tarde de que aquello no era una canción de amor, pero ya daba igual. Fue siempre una canción donde el sueño del amor se presentaba de repente, cada sábado, a la misma hora y en el mismo lugar. Eran los bailes del Estadio, en Vitoria, finales de los 70, la canción, mejor dicho, las dos canciones, The Load Out y Stay, al piano Jackson Browne, del álbum Running on Empty (1977), de obligatoria escucha.
Uno se dio cuenta mucho más tarde de que aquello no era una canción de amor, pero ya daba igual. Fue siempre una canción donde el sueño del amor se presentaba de repente, cada sábado, a la misma hora y en el mismo lugar. Eran los bailes del Estadio, en Vitoria, finales de los 70, la canción, mejor dicho, las dos canciones, The Load Out y Stay, al piano Jackson Browne, del álbum Running on Empty (1977), de obligatoria escucha.
cancionero
Revolviendo en los baúles aparecen nuevas canciones, y un
personaje. Don Celedonio Uncetabarrenechea, profesor de inglés en el colegio
Marianistas de Vitoria, década de los 70; tuve la suerte de conocerle y de que me
enseñara. Mi mejor profesor de inglés, sin duda, y no nativo. Sí era nativo del
entusiasmo, con su chaqueta cruzada en trajes siempre con corbata. Frente despejada,
gafas y avanzando por los pasillos, sembrando respeto, miedo en algunos, gudari
(soldado) del ejército vasco en la guerra civil, herido de metralla en la cabeza,
dicen que eso provocaba sus arranques de genio o locura. Profesor implacable, manteniendo
el respeto, y sembrando responsabilidad, pidiendo trabajo y esfuerzo. Siempre
lo recordaré por su ilusión. Los últimos minutos de cada clase eran de canto,
atrás quedaba el magnetófono de viejas cintas de cobre que repetían dictados y
lecciones. Salía la música de su garganta y entonábamos canciones en inglés,
también en euskera. Y él transmitía toda su fuerza, a través del canto, una de
las máximas expresiones del sentimiento. Y sus alumnos nunca las olvidamos y
las seguimos cantando años después en noches de juerga y luna llena, y es que
es como andar en bici, nunca se olvidan. Recuerden esta palabra, entusiasmo, lo
que necesita transmitir el profesor, quizás lo único, lo que envuelve a lo
demás. Y el alumno respondía y años después se daba cuenta de cuál era la
diferencia entre los buenos y los malos, profesores. Don Celedonio, el Kele
para todos, murió hace ya algunos años. Los años se echaron encima, su funeral
fue uno de los más numerosos que se hayan celebrado nunca por un profesor de
los Marias. Por algo será. Y reviso las canciones, y la primera es “He’s got
the whole world in his hands”, espiritual americano. Eterna e imperecedera como
“My Bonnie”, tema tradicional escocés. Y hay más, pero son dos muestras de cómo
hacer las cosas de otra forma.
martes, 28 de agosto de 2012
delafé
Año 2010, ‘Delafé y las flores azules vs. las Trompetas de
la Muerte’ es el título del disco. Ellos, Delafé y las flores azules, grupo barcelonés,
la canción se llama ‘El Espíritu Loco del Teniente Bailaora’, inclasificable
dicen algunos. Para mí, música, y sobre todo sentimiento, para enmarcar y
emborracharse de oírla, nunca pares de bailar,…
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