sábado, 22 de febrero de 2014

de cerca



Vi por vez primera a Barbara Lennie en la serie de TV “Amar en tiempos revueltos”, y su sola presencia ya llenaba la pantalla. La veo ahora en directo y ella y su compañero de reparto llenan el salón de la casa. Sí, un salón, como el de cualquier casa, con asientos alrededor que cubren las cuatro paredes, caben 38 personas, todas en primera fila, en casa vieja de la calle Huertas, de nombre sugerente, La pensión de las pulgas, allá donde viviera la bella Chelito hace años. Nada marca en la puerta que allí se haga teatro ni que allí se represente nada. Quizás sólo las luces vistas desde fuera hagan ver que allí hay alguien. El atrezo es mínimo, no hace falta más. Y lo que ocurre a la luz de las tímidas lámparas parece tan real que en un momento dado hasta acongoja asistir de espectador a la vida de los dos protagonistas. Dos personas, actores, en busca de camino, con el amor de por medio. Ahí, a centímetros del espectador, se desarrolla la historia, versión de Lautaro Perotti de un par de obras de Tennessee Williams (No puedo imaginar el mañana y Obra para dos personajes). Se funde en negro la sala al acabar. Se hace la luz y escapan los aplausos después, y ya los actores cambiaron de vida, no parecen los mismos, ella terminó su sufrimiento y él, Santi Marín, sonríe también después de su soberbia interpretación de un aspirante a las tablas que tartamudea y que no tiene a nadie más. “Te amo y tengo miedo”, dice, en un momento, cuando juegan a escribir lo que sienten, sin más, y lo vuelve a repetir, y de eso va la obra, y de mucho más, y son sólo 45 minutos, suficientes para expresar todo en poco, y para descubrir el teatro así, de cerca.
Breve ejercicio para sobrevivir. Dirigida por Lautaro Perotti.

domingo, 16 de febrero de 2014

el lobo



Me deja frío la película y no es por la temperatura del local, que tampoco es alta a pesar de que estamos en invierno. No, será un poco de todo. Hacía tiempo que no íbamos al cine. Veo películas en TV, sin anuncios, o de dvd, es decir, selecciono, son cosas de la edad, intentar ver solo aquello que parece que merece la pena. No siempre se acierta. Los críticos tienen cierta culpa de ello. A veces sus referencias son desbordantes. Enseguida se ponen etiquetas, esas que dicen obra maestra, lo mejor en muchos años, u otras por el estilo. Publicidad al fin y al cabo. Ganchos para atraer gente a las salas. Ayer no estaba precisamente vacío. La gente se guarece en sitio cerrado. Pero bueno, los críticos son humanos y como tal tienen gustos propios, convergentes y divergentes. Los entiendo. Yo de pequeño he visto mucho cine, y de joven, y de adolescente. Bueno y malo, pero siempre cine, emoción, tiros, risas, amor, de todo. Me he pasado horas en sesiones continuas o programas dobles. La de hoy dura tres horas. Se me hace excesivo el metraje. Por qué tanto tiempo para contar las cosas. Por qué 1000 páginas cuando bastan 200. Otro factor, que suma o resta según se mire, estoy acostumbrado al ruido. He visto cine rodeado de niños cuando yo era un niño y cuando yo era padre, y creo que los niños eran menos ruidosos viendo Toy Story que algunos adultos de hoy en día, que no evolucionaron y se quedaron atascados en algún punto de su crecimiento como humanos sociables. Hablan y anticipan frases o situaciones. Comentan u hojean el whatsaspp, no se olvidan de él ni siquiera en la oscuridad e iluminan la noche aún mas que la propia pantalla. Y es que a los niños se les puede guiar y reconducir, pero a estos se les puede pedir poco, salvo introducir taquillas para móviles y dejar de vender palomitas o cualquier tipo de comida que degluten como si nunca hubieran comido. Los milagros llegarán antes. Me quedo con DiCaprio, buen actor a mi parecer. Salva la película, historia de codicia, avaricia, dinero, sexo y drogas, ese subterfugio para esconderse de la vida. Basada en hechos reales, el despliegue es exagerado a veces, histriónico otras. Pero bueno, es lo que tiene la publicidad, me dejo llevar por los referentes de pluma crítica. No hay nada como vender bien un producto, vivimos en la época de la venta de todo. No pasaba antes, ni siquiera sabíamos a veces qué echaban en esa sala oscura.  Ponían algo, salía el león y empezaba el espectáculo, y a soñar.
El lobo de Wall Street.

sábado, 15 de febrero de 2014

san cibrao, verano 2001



Vacaciones de verano del 2001. Toro suena a vino y denominación de origen. También a arte y Colegiata. Visitamos ésta con su portada policromada, llamada La Majestad. Todo esto camino de Zamora, sede de las Edades del Hombre, de título Remembranza. Un par de noches alojados en el hostal Alfonso IX, cinco camas individuales en una única habitación, en la avenida del mismo nombre, punto de comienzo de una calle peatonal que alberga una gran cantidad de iglesias románicas, según dicen, la mayor acumulación de toda Europa. Paseo arriba y abajo hasta llegar a la Catedral al borde del hermoso Duero. Visitamos igualmente el Museo de la Semana Santa, donde destacan las tallas del imaginero zamorano del diecinueve Ramón Alvarez. Guardo buen recuerdo de Zamora, ciudad compacta, pequeña, de provincias. Acogedora, recuerdo una tarde de lluvia repentina y de merienda cena en cafetería de antaño, guarida ante la climatología, lugar de sillas altas de sky rojo y de sándwiches de esos de antes. Y aún cuando sea falso, parece que el tiempo no avanza en estas ciudades donde parece que todo se sabe, y donde la noche llega silenciosa. Hacemos parada breve en Astorga de camino al mar. Y llegamos a San Ciprián o San Cibrao, al hostal Buenavista, en primera línea de playa, antiguo pero acogedor. Con salón comedor de amplios ventanales por donde entra la luz. Con pensión completa por unos cien euros al día. Y si hay algo que destaca del hostal es su comida y su cena. Amplia, abundante y de calidad. Todo servido con amabilidad y con cariño hacia clientes que parecen fijos o de toda la vida. Aún estando el mar a un paso, cruzar la calle, no está el tiempo para grandes derroches pero los paseos se agradecen o los juegos de pelota. Y siempre quedan las múltiples excursiones. La mariña lucense da para mucho. Para perderse en carreteras que siempre ofrecen mar tras una curva, para jugar en la arena, para fotografiar gaviotas o atardeceres rojos o para visitar faros perdidos como el de Cabo Ortegal. Visitamos Sargadelos y su fábrica de cerámica, el Museo Provincial del mar, y otras localidades como Viveiro o Lourenzá, con la ermita de San Andrés de Teixido, o asistimos a los imponentes acantilados, los más altos de Europa, que van hasta Cariño. El paisaje se hace escocés, de páramos sin árboles. En Burela visitamos el barco Nuestra Señora del Carmén de la Fundación Expomar que enseña e ilustra la pesca del bonito. Interesante visita para atisbar la dureza de la profesión. Especial y grato recuerdo el de Mondoñedo y especialmente el del chaval que hacía la visita guiada al Museo Catedralicio “Santos San Cristobal”. Si a usted no le gusta el arte sacro vaya a ese pueblo y abra los sentidos. Espero que siga por allí, lo reconocería nada mas empezara a hablar. El museo es un bazar de salas y obras que acaba en un desván lleno de arte por clasificar, pero lo que destaca es la ilusión del guía, parece que fuera su última visita, y se agradece que alguien viva su trabajo con tamaña profesionalidad. Pagamos 500 pesetas por la visita y queda para la memoria esa frase que tanto repitieron los niños tras referirse el guía a un Ecce Hommo del siglo XIII, “pelo natural, ojos de cristal”. Sencillamente inolvidable. Hubo tiempo de más, el tiempo de las vacaciones parece que se dobla, y hasta visitamos las urgencias del médico, la alergia seguía persiguiendo a Ander, y ya de camino a Vitoria por la costa cantábrica paramos en esa maravilla de la naturaleza que es la playa de las catedrales donde aún siendo temprano los visitantes pasan bajo los arcos y mojan los pies en un mar tranquilo. Descanso en Cudillero, pueblo de pesca y turismo, de postal. Y paramos en Oviedo para descansar y dormir, en el hotel Ramiro I, y tiempo hubo de visitar Catedral, de piedra negra, y Santa María de Naranco, obra cumbre del prerrománico. Todo envuelto en lo de siempre, esos años de infancia, ocho y seis, donde todo vale, donde duermen como benditos, donde cada minuto parece una fiesta, donde no pierden la sonrisa tras los enfados, y donde el cansancio no hace mella hasta que llega la noche que arropa los sueños.