Después de un viaje
pausado por la Castilla encapotada y gris nos recibe Lerma con viento y hojas
amarillas que forman dibujos. El otoño pintó colores a pesar de que la tierra
parece sedienta. Exposición dedicada a los ángeles. Los hay de muy variadas
formas. Me gusta el conjunto que forman uno de ellos y el Cristo muerto. También
el juego de figuras compungidas que ya vimos en su día, en Nava del Rey, y que
la memoria escondió. Se suceden las esculturas y los cuadros. Más de lo
primero. Obras gigantes casi, ambiciosas, como los ángeles de Gregorio
Fernández. Él, que nunca pudo fotografiar aquello que creaba con sus manos, qué
pensaría de este nuestro mundo. Y sorprende el San Miguel de Carmona que parece
volar mientras apresa al demonio. Y dulce y precioso el que esculpió Diego de
Siloé hace siglos.
Afuera llovió mientras. Y Zorrilla,
impertérrito y sentado eternamente escribe, quizás a Catalina, o de ella, y la
casa donde vivió se vende. Y ya en la otra sede veo rostros que me dicen algo y
mucho, esta vez lienzos, como el del alado que guía a San Mateo, que no parece
cruzar su mirada con el evangelista, que va más allá, o como los ojos del ángel
que pintó Rizi, acompañando a San Francisco o como las femeninas caras que aran
mientras San Isidro ora. Por lo demás hay mujeres en el trascoro, ánimas y
bellas representaciones que siguen asombrando a las nuevas generaciones. No se
puede acabar mejor que viendo el Yacente de Gregorio Fernández, tras la reja,
de su primera época.
Todo antes de volver a la
luz del exterior, que nos lleva al mercado y al parador donde todos parecen
buscar calor. También a un río, de poca agua, y a un bar donde solíamos tomar
algo, quizás coca-cola. Un recuerdo tras otro de un pueblo que se cruzó mil
veces, que hoy se ve a lo lejos. Que la llovizna y las nubes se vienen, que las
piedras resbalaron entonces y ahora, que la comida de puchero no estuvo mal.
No sé si es la España
vaciada o la que se cae la que vemos cuando nos internamos buscando otras
cosas. Paredes de casas que perdieron el teléfono, compradores que nunca
llegaron y vendedores que se fueron. Bares que congregan a los pocos o a los muchos
que no quieren todavía comer. Y mirador donde una mano sostiene una llave. Con vistas
de aquella manera en banco de ancianos. Las puertas de los cementerios abiertas
para que no salga nadie y entren todos. Ella se duerme, al calor de la música y
del sol, y hasta despierta puede hacerlo, y hasta dando pasos.
Se me olvidó decir que las
carreteras son estrechas, que los campos tienen colores y que los girasoles sí,
se marchitaron. Y que hay un viento que hace, que provoca ruidos.
De Santa María del Campo
me quedo con la torre de la Iglesia, dicen algunos que es la más bonita de
Castilla. Y nos libramos del aguacero para dar paso al sol tímido en Mahamud,
que nombre tan bonito, donde los coches se comen la plaza y las vistas. Y será
en este pueblo o en otro, que no lo recuerdo, donde suena el corro de las
patatas y hay niños que no juegan con móviles, porque tienen las manos ocupadas
asiendo otras. También andan en bici o hablan antes de que anochezca o antes de
que se los lleve el aire que sopla en el callejón que se bautizó propiamente. Entre
medias suena Quique González, nuevo disco, con poesía que sale de su voz. Y en
los soportales se oyen pisadas, arriba vive alguien.
Viven 27 hermanas en el
Monasterio Cisterciense de Villamayor de los Montes. Y una de ellas, bajita y
traviesa, lleva 57 años de su vida aquí, y lo mejor es que parece feliz. Nos enseña,
nos cuenta, pero sobre todo sonríe mientras atravesamos el temido pavés, sin
bicis, esta vez paseando, repleto de formas y dibujos que alguien pensó hace
tantos siglos que se me olvidó contar. Y las estampas, todas, que a la vista de
toda la congregación ocupan un lugar central en el coro, parecen valer menos
que la vida que desprende la monja a la que no pregunté su nombre.
Y así nos
vamos, con dos ciervos que nos miran y que nunca sabremos lo que piensan de las
luces que les mostramos, intentando pasar debajo del arco iris que nunca cruzaremos
para alcanzar la negra noche y lo más importante, nuestra casa.
Parte de sueño o realidad,
acabo dando vueltas en un camposanto buscando a mi padre. Creo que no lo voy a
encontrar. Y ya se está haciendo de día. Es dos de Noviembre.