sábado, 23 de noviembre de 2019

garzón


Juez famoso. Controvertido. Querido y sobre todo odiado. Libro antiguo. A veces es bueno leer tras el paso del tiempo. Que mal parado queda González y tantos otros políticos que parecen dioses del olimpo. Mundo político de intrigas, de presiones, de circos, de soledades, de salir del paso, de formas sin fondo. Mundo judicial de envidias, rencores, más presiones, de supuesta independencia poco evidente. El mundo del poder, de la corrupción, del GAL, retrato de toda una época. Juez incómodo para el poder y para los terroristas, y los narcos. Alguien debería explicar que la incomodidad salpique a “buenos” y malos. Qué triste que todo sea tan complicado.

Garzón. El hombre que veía amanecer. Pilar Urbano. 2000

auster


Primer libro de Auster escrito con otro apellido. Detective que es llamado. La investigación se complica, se enreda. Hay desenlace inesperado, mafias, polis, malos. Clásicos del género en un libro entretenido.

Jugada de presión. Paul Benjamin. 1984

germs


Un libro de infancia, de un niño británico en el periodo de entreguerras. Filósofo en su vida adulta, niño que apura los detalles de la vida que vivió cuando la inocencia se debatía entre quedarse o irse.

Germs. A memory of childhood. Richard Wollheim. 2004

lunes, 11 de noviembre de 2019

más brighton-2


Nubes que vienen del sur y que quieren tapar el sol. ¿Oíste las gaviotas que madrugan? Humos de chimenea y grúas que ya estaban. Hay dos colores cerca del mar, el cian y el blanco. El primero quiere imitar a los infinitos tonos marinos y el segundo reluce al sol. Brighton por la mañana es paz y aguas suspendidas, corredores, runners, bañistas intrépidos o insensatos, y evocación de tiempos pretéritos. El sol que quiere, él que puede. Y sentados de otra forma encima de la Madeira Terrace parece que todo se puede.
Viajando a Saltdean ya sé por qué el mar es cian. Y hay verde y agua y nubes que vienen y descargan sin piedad. Con viento que rompe paraguas, con pub patriótico en Rottingdean. Y ciegos, desde el bus no se ve dónde estamos, llenos de gotas y vahos. El mundo se derrama y es de noche y es temprano, será día allá lejos. Luego guitarra y más. Son casas blancas. No sé si se oye todo más allá de las ventanas. Sí se oyen acordes y hasta se escuchan silencios y se grita gol sin fútbol.
Al borde del mar las casas se dan la vuelta y las olas luchan por alcanzarnos.

Será en la mañana siguiente cuando después de desayunar andamos para alcanzar pueblos que comparten la orilla del mismo mar. El que hace unas fechas movió piedras que ahora llenan el paseo, creando escenarios nuevos y alcanzando objetivos no imaginados. No subestimar la fuerza de las olas que hoy parecen inocentes. Bicis, patines, corredores y paseantes. Domingo al sol. Buscamos comida, no encontramos el asado de domingo y acabamos con especies indias que despejan la mente. Subir la cuesta de nuevo, decir adiós a la casita blanca, verles en la ventana, esquivar la lágrima. Todo antes de tomar un tren que nos devuelve a la noche del domingo. Todos vuelven, atestado, unos cansados, otros satisfechos, habrá de todo, compartiendo la luna, más redonda, más blanca, más luna.
Volviendo sin ver lo que sucede ahí afuera. Respirar a pleno pulmón, la suave brisa. ¿Viento de cola? Es una sensación. Acabando a Auster llegamos a Madrid.

más brighton-1


Hay caras que nunca he visto. Es el Aeropuerto. Y caras que no volveré a ver más. Oscuras, claras, de pelo recogido o tapado. Familias enteras que se mueven, jóvenes, mayores, vidas únicas. Afuera se agitan las banderas por el viento. Y se mueven las hojas, y se proyectan sombras sobre el suelo. Hay señora con dos perros que vuela a Los Ángeles. Algo me he perdido. O quizás sea yo el que lo está. Niño que llora, anciano con bastón, espacio cada vez más reducido. Y volar, y subir, con movimientos, cada uno hace lo que puede.
Alguien come magdalenas. Arriba no hace viento, por encima de nubes, borrascas y vendavales. Qué alivio. Y siempre hace sol, siempre que es de día. Y siempre nos quieren vender algo y yo nunca acepto. No quiero beber, pagar, comer. Quiero escuchar, quiero llegar aunque acabemos de salir.
Todo en colores, escribo sobre el 10 de enero de 2005, y sobre el 11, y hasta sobre el 12. Como le gustan las magdalenas a la gente, a mí también pero no puedo. Cada vez más mi letra se parece a la de mi padre, decidida, temblorosa a veces.
Se pintó las cejas, seguro, ella. Como los labios, vistos de cerca, ampliados, tienen surcos, ramblas, líneas horizontales y perpendiculares, todo por un beso.
Colecta para recaudar fondos para luchar contra el cáncer. En un avión, en un pasillo, como en misa, quizás se rece más aquí que delante del altar.
Y como si Dios hubiera tocado el interruptor de repente se fue la luz, noche y oscuridad al este y el sol que se aleja por el oeste. Se me hace largo aunque el primer libro de Auster enganche.
Ahora en tren, amapolas en la solapa. Gente y gente. Llevas una tarta, pregunta alguien. En perfecto castellano.
Y ahí están ellos, esperándonos. Y feria y juegos, y fuegos, atracciones de verano en el casi invierno. Y vemos casa nueva y cenamos en griego. Y hace frío y no vemos el mar, todavía.

sábado, 2 de noviembre de 2019

lerma y otras cosas


Después de un viaje pausado por la Castilla encapotada y gris nos recibe Lerma con viento y hojas amarillas que forman dibujos. El otoño pintó colores a pesar de que la tierra parece sedienta. Exposición dedicada a los ángeles. Los hay de muy variadas formas. Me gusta el conjunto que forman uno de ellos y el Cristo muerto. También el juego de figuras compungidas que ya vimos en su día, en Nava del Rey, y que la memoria escondió. Se suceden las esculturas y los cuadros. Más de lo primero. Obras gigantes casi, ambiciosas, como los ángeles de Gregorio Fernández. Él, que nunca pudo fotografiar aquello que creaba con sus manos, qué pensaría de este nuestro mundo. Y sorprende el San Miguel de Carmona que parece volar mientras apresa al demonio. Y dulce y precioso el que esculpió Diego de Siloé hace siglos.

Afuera llovió mientras. Y Zorrilla, impertérrito y sentado eternamente escribe, quizás a Catalina, o de ella, y la casa donde vivió se vende. Y ya en la otra sede veo rostros que me dicen algo y mucho, esta vez lienzos, como el del alado que guía a San Mateo, que no parece cruzar su mirada con el evangelista, que va más allá, o como los ojos del ángel que pintó Rizi, acompañando a San Francisco o como las femeninas caras que aran mientras San Isidro ora. Por lo demás hay mujeres en el trascoro, ánimas y bellas representaciones que siguen asombrando a las nuevas generaciones. No se puede acabar mejor que viendo el Yacente de Gregorio Fernández, tras la reja, de su primera época.

Todo antes de volver a la luz del exterior, que nos lleva al mercado y al parador donde todos parecen buscar calor. También a un río, de poca agua, y a un bar donde solíamos tomar algo, quizás coca-cola. Un recuerdo tras otro de un pueblo que se cruzó mil veces, que hoy se ve a lo lejos. Que la llovizna y las nubes se vienen, que las piedras resbalaron entonces y ahora, que la comida de puchero no estuvo mal.

No sé si es la España vaciada o la que se cae la que vemos cuando nos internamos buscando otras cosas. Paredes de casas que perdieron el teléfono, compradores que nunca llegaron y vendedores que se fueron. Bares que congregan a los pocos o a los muchos que no quieren todavía comer. Y mirador donde una mano sostiene una llave. Con vistas de aquella manera en banco de ancianos. Las puertas de los cementerios abiertas para que no salga nadie y entren todos. Ella se duerme, al calor de la música y del sol, y hasta despierta puede hacerlo, y hasta dando pasos.

Se me olvidó decir que las carreteras son estrechas, que los campos tienen colores y que los girasoles sí, se marchitaron. Y que hay un viento que hace, que provoca ruidos.
De Santa María del Campo me quedo con la torre de la Iglesia, dicen algunos que es la más bonita de Castilla. Y nos libramos del aguacero para dar paso al sol tímido en Mahamud, que nombre tan bonito, donde los coches se comen la plaza y las vistas. Y será en este pueblo o en otro, que no lo recuerdo, donde suena el corro de las patatas y hay niños que no juegan con móviles, porque tienen las manos ocupadas asiendo otras. También andan en bici o hablan antes de que anochezca o antes de que se los lleve el aire que sopla en el callejón que se bautizó propiamente. Entre medias suena Quique González, nuevo disco, con poesía que sale de su voz. Y en los soportales se oyen pisadas, arriba vive alguien.

Viven 27 hermanas en el Monasterio Cisterciense de Villamayor de los Montes. Y una de ellas, bajita y traviesa, lleva 57 años de su vida aquí, y lo mejor es que parece feliz. Nos enseña, nos cuenta, pero sobre todo sonríe mientras atravesamos el temido pavés, sin bicis, esta vez paseando, repleto de formas y dibujos que alguien pensó hace tantos siglos que se me olvidó contar. Y las estampas, todas, que a la vista de toda la congregación ocupan un lugar central en el coro, parecen valer menos que la vida que desprende la monja a la que no pregunté su nombre. 
Y así nos vamos, con dos ciervos que nos miran y que nunca sabremos lo que piensan de las luces que les mostramos, intentando pasar debajo del arco iris que nunca cruzaremos para alcanzar la negra noche y lo más importante, nuestra casa.

Parte de sueño o realidad, acabo dando vueltas en un camposanto buscando a mi padre. Creo que no lo voy a encontrar. Y ya se está haciendo de día. Es dos de Noviembre.