Hay caras que nunca he
visto. Es el Aeropuerto. Y caras que no volveré a ver más. Oscuras, claras, de
pelo recogido o tapado. Familias enteras que se mueven, jóvenes, mayores, vidas
únicas. Afuera se agitan las banderas por el viento. Y se mueven las hojas, y
se proyectan sombras sobre el suelo. Hay señora con dos perros que vuela a Los Ángeles.
Algo me he perdido. O quizás sea yo el que lo está. Niño que llora, anciano con
bastón, espacio cada vez más reducido. Y volar, y subir, con movimientos, cada
uno hace lo que puede.
Alguien come magdalenas. Arriba
no hace viento, por encima de nubes, borrascas y vendavales. Qué alivio. Y siempre
hace sol, siempre que es de día. Y siempre nos quieren vender algo y yo nunca
acepto. No quiero beber, pagar, comer. Quiero escuchar, quiero llegar aunque
acabemos de salir.
Todo en colores, escribo
sobre el 10 de enero de 2005, y sobre el 11, y hasta sobre el 12. Como le
gustan las magdalenas a la gente, a mí también pero no puedo. Cada vez más mi
letra se parece a la de mi padre, decidida, temblorosa a veces.
Se pintó las cejas,
seguro, ella. Como los labios, vistos de cerca, ampliados, tienen surcos,
ramblas, líneas horizontales y perpendiculares, todo por un beso.
Colecta para recaudar
fondos para luchar contra el cáncer. En un avión, en un pasillo, como en misa,
quizás se rece más aquí que delante del altar.
Y como si Dios hubiera
tocado el interruptor de repente se fue la luz, noche y oscuridad al este y el
sol que se aleja por el oeste. Se me hace largo aunque el primer libro de
Auster enganche.
Ahora en tren, amapolas en
la solapa. Gente y gente. Llevas una tarta, pregunta alguien. En perfecto
castellano.
Y ahí están ellos,
esperándonos. Y feria y juegos, y fuegos, atracciones de verano en el casi
invierno. Y vemos casa nueva y cenamos en griego. Y hace frío y no vemos el
mar, todavía.
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