Se me antoja la luz
diferente, cristales limpios, será eso. Se me antoja diferente el paisaje,
pueblo nunca visto, imposible. No puede ser que surjan pueblos de la nada, se
pueden horadar montañas, trazar carreteras y otras cosas. Pero nada más, no engañar
a mi mente que olvida ahora rápido lo que tantas veces miré pero quizás no vi.
Y se me agotan las
palabras, llegan los kilómetros, pasan, dentro de poco empezarán las nubes
primaverales, florecerá lo que no lo ha hecho ya y vuelta a empezar, se llama
ciclo de la vida. La luz se queda, el día se alarga.
Y de nuevo al coche tras
parada intermedia en Vitoria, es domingo de bruma, de nieblas y silencios por
carretera sinuosa llena de señalizaciones, cambios de velocidad y radares que
vuelven loco al pobre conductor. Autopista encajonada entre montañas, pisos que
nunca verán el sol, nubes que mojan y Francia que se abre al cruzar el Bidasoa.
Llanuras de bosques y verdor. Ahora las nubes vendrán del atlántico, tercas. Los
peajes se multiplican y los km se hacen largos aunque sean de 1000 metros.
Burdeos
aparece con construcciones grises y de color beige con el río como columna que
nos orienta. Inmenso, espectacular el Garona, precioso. Ciudad que mandó barcos
a las costas africanas para capturar esclavos y que recibía los bienes de las
colonias. Que habrán visto sus aguas. Preguntarse la historia para conocer una
ciudad que paseamos a paso rápido, hace viento, más bien frío en el puente. Lleva
su tiempo cruzarlo, son 450 metros. Las aguas parecen turbias y un tanto
turbulentas. Comemos en una brasserie, antigua, los espejos se quedan sin luz,
los barcos en pequeño serán copias de los que un día surcaron el río buscando
el mar. Los camareros se mueven agiles pero la comida tarda. Hambrientos,
devoramos ensaladas con pan y botella de agua del grifo, un habitual en
Francia. Monumental esa ribera del río con algunos edificios oficiales. Parece haber
poca gente, luego diremos lo contrario. Hasta sale un poco el sol. Andando encontramos
gente, en la feria en la plaza de Quinconces están muchos de ellos, familias
disfrutando de comida y atracciones. Noria gigante, vértigos de subida y
bajada. Monumentos dedicados a los que perdieron la vida durante el periodo de
terror tras la Revolución. Zona peatonal, atestada de tiendas y de gente que
compra en Domingo.
Catedral gótica, alta y ancha, con grandes vidrieras.
Realmente gótica, no reconstruida posteriormente, está poco decorada en su
interior como la mayoría de templos franceses, sobrios. Gratuita. No entramos a
la exposición de pintura que prometía ser interesante. Sillas de parque o de
pueblo de las de toda la vida para sentarse y mirar hacia arriba. La sinagoga
recuerda a sus víctimas. Llegamos a la plaza de la Victoria donde parece
cambiar todo y empieza otra vida de barrios más humildes. Se acaba la
peatonalización y aparecen los testigos de Jehová. Por la puerta de peregrinos
venían éstos, con intención de llegar a Santiago, quien sabe si lo lograban. Él
canta “Rock me mamma”, muy bien, las dos manos en la guitarra. Más música por
allá, y por acá pastelería argelina, gente de origen magrebí que se reúne en
bancos y plazas, carnicerías árabes, hablan su idioma, no parece un signo de
integración. Oscurece y el puente se torna atractivo. Ahora se descubre quien
vive dentro de esos bloques que parecen antiguos. Más luces encendidas al otro
lado del río. Cena en McDonalds, que también cambia con pedidos en pantallas. A
este lado de la ciudad la vida se tornó tranquila. Toca descanso.