viernes, 28 de febrero de 2020

rastro


Hay una lluvia fantasma, que no llega. Me duele no verla. Menos mal que sucede hoy, que no tiene color, aunque da igual el color de un día de fiesta, y también da igual el color del mar al anochecer. Me importa su ruido, que no descanse, que me calme mientras duermo, que borre los malos sueños, que traiga otros. Estuve a punto de poner una h muda delante de la ola, pero el mar no vocaliza, no saluda. Y emocionado, pero sin ganas de llorar me pregunto si un ojo empieza a soltarlas, las lágrimas, antes que el otro. Y cuál de los dos recibe la orden del alma. Qué mano recibe la orden de empezar, qué pie. Se me ocurre empezar a pintar al revés, sin saber lo que significa. No salgo de mi asombro sobre mí. Me pasa algo con las manos, a veces tiemblan, a veces firmes. Eso no es óbice para pensar en tus ojos alargados que casi traspasan el papel, pintados, deslumbrantes. Si te acercas un poco más buscaré tu boca, con mis dedos, ahora que no te veo, cegado por tu luz. Todo envuelto en telas de más color, sobresaltado, mi corazón, lo más parecido a un sueño febril de mi infancia, que sigue la espiral, infinita.  Tengo que encontrar explicación a todo esto, buscar la respuesta. Mientras, dejaré rastro.

sábado, 8 de febrero de 2020

frailes

Mira que me gustó leer a Azaña, en sus diarios, en sus discursos, en su vida relatada. Pero no puedo con esta incursión en la literatura autobiográfica. No puedo seguir su relato, porque no entiendo algunas palabras, porque no entiendo lo que quiere decir, porque las frases se complican, porque adorna la vida de un niño, joven, adolescente con términos que se me escapan. Y así, también, el libro se me escapa de las manos.

El jardín de los frailes. Manuel Azaña. 1927

ballantine

Relatos de vida desordenada que llevan al autor a viajar y a vivir, de aquí para allá, de encontrar situaciones disparatadas y de aferrarse a amores imposibles. Realidad de carreteras que siempre llegan a algún sitio. Interesante, tanto que ya estoy encargando más obras de Ballantine.

501 minutes to Christ. Poe Ballantine. 2007

más coimbra


Hay de todo, sequedad y lluvia, a veces intensa, en un viaje que se antoja largo, de largas carreteras que atraviesan mesetas, a lo lejos una torre, siempre iglesias que asoman y campos que se oscurecen, y al pasar la frontera se vierten aguas que juegan con las luces rojas de las obras, con los camiones, con tramos para no jugarse el destino en un segundo. Seis horas de carretera para alcanzar el sirimiri portugués, también existe. Nos esperan en Coímbra. Adoquines por doquier, mojados, que reflejan luces y dibujan sombras. Bacalao y más. Barata la cena, Portugal sigue en otro siglo, a lo suyo. Todo se antoja diferente, apagado, pero no exento de vida, todo lo contrario. Se acabó el mes, empieza la noche de Febrero, del día uno del mes segundo. Niebla al amanecer. Silencio sólo interrumpido por algún coche que rueda, por algún perro despistado y por alguna gota que golpea.
Pasear para conocer la vida del barrio. Casas que dan ganas de habitar, de vivir en ellas y no salir. Porque todo cabe dentro de esas paredes una vez que se cruza el umbral de puertas que dejan pensar en techos altos tras las ventanas simétricas.
Luego suben las nubes, se elevan y dejan ver algo más. Pocas ganas de madrugar, cruces que anuncian iglesias. Y mucho verdor en la entrada de algunos hogares, en colinas vírgenes que rodean edificios, en palmeras sueltas. Los hay, gatos callejeros, de verdad. Los hay, despegados adoquines que dejan agujeros que se llenan con su poquito de lluvia. Fuera la pulcritud, hay rincones olvidados, adonde no llega nadie, hay árboles en grupo o solitarios, podría tocar sus ramas si mi brazo no fuera mi brazo. Y una cara de ojos vivos que viene a buscarme. No le entiendo, no sé lo que quiere, es mentira, me escapo de él.
A veces la mañana se encierra tras una ventana desde la que se pueden contar las gotas suspendidas y las pinzas de colores.
Y la tarde se canta con el fado que me llena de paz, podría ser sueño, se confunden. Podría ser el efecto de comer bien y tarde. Los cielos se volcaron, y luego, siempre pasa, el agua dejó de caer, y lo que queda se filtra, para seguir su curso en ancho caudal que refleja luces amarillas. Todo grabado en fotos.
Luego paseo por esas mismas calles y escucho mis suelas mientras desfilan imperfectos cuadrados de ese color indefinido que pinta las aceras. El hospital enorme, tranquilo por fuera. Un anciano ataviado con gorro de lana y bata de sanatorio busca el aire de la calle. Las cafeterías se animan, más y más luz, cambiamos de día, hoy brilló el sol. Y las familias buscan comida, grupos que nos sentamos delante del cochinillo, magnífico. Grupos que buscamos paseos por Quintas de Lágrimas. Los mismos que vemos descender el sol, vistas de ciudad, de Mondego, más paz en noche de domingo, recogida, y madrugar para volver.