sábado, 8 de febrero de 2020

más coimbra


Hay de todo, sequedad y lluvia, a veces intensa, en un viaje que se antoja largo, de largas carreteras que atraviesan mesetas, a lo lejos una torre, siempre iglesias que asoman y campos que se oscurecen, y al pasar la frontera se vierten aguas que juegan con las luces rojas de las obras, con los camiones, con tramos para no jugarse el destino en un segundo. Seis horas de carretera para alcanzar el sirimiri portugués, también existe. Nos esperan en Coímbra. Adoquines por doquier, mojados, que reflejan luces y dibujan sombras. Bacalao y más. Barata la cena, Portugal sigue en otro siglo, a lo suyo. Todo se antoja diferente, apagado, pero no exento de vida, todo lo contrario. Se acabó el mes, empieza la noche de Febrero, del día uno del mes segundo. Niebla al amanecer. Silencio sólo interrumpido por algún coche que rueda, por algún perro despistado y por alguna gota que golpea.
Pasear para conocer la vida del barrio. Casas que dan ganas de habitar, de vivir en ellas y no salir. Porque todo cabe dentro de esas paredes una vez que se cruza el umbral de puertas que dejan pensar en techos altos tras las ventanas simétricas.
Luego suben las nubes, se elevan y dejan ver algo más. Pocas ganas de madrugar, cruces que anuncian iglesias. Y mucho verdor en la entrada de algunos hogares, en colinas vírgenes que rodean edificios, en palmeras sueltas. Los hay, gatos callejeros, de verdad. Los hay, despegados adoquines que dejan agujeros que se llenan con su poquito de lluvia. Fuera la pulcritud, hay rincones olvidados, adonde no llega nadie, hay árboles en grupo o solitarios, podría tocar sus ramas si mi brazo no fuera mi brazo. Y una cara de ojos vivos que viene a buscarme. No le entiendo, no sé lo que quiere, es mentira, me escapo de él.
A veces la mañana se encierra tras una ventana desde la que se pueden contar las gotas suspendidas y las pinzas de colores.
Y la tarde se canta con el fado que me llena de paz, podría ser sueño, se confunden. Podría ser el efecto de comer bien y tarde. Los cielos se volcaron, y luego, siempre pasa, el agua dejó de caer, y lo que queda se filtra, para seguir su curso en ancho caudal que refleja luces amarillas. Todo grabado en fotos.
Luego paseo por esas mismas calles y escucho mis suelas mientras desfilan imperfectos cuadrados de ese color indefinido que pinta las aceras. El hospital enorme, tranquilo por fuera. Un anciano ataviado con gorro de lana y bata de sanatorio busca el aire de la calle. Las cafeterías se animan, más y más luz, cambiamos de día, hoy brilló el sol. Y las familias buscan comida, grupos que nos sentamos delante del cochinillo, magnífico. Grupos que buscamos paseos por Quintas de Lágrimas. Los mismos que vemos descender el sol, vistas de ciudad, de Mondego, más paz en noche de domingo, recogida, y madrugar para volver.

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