sábado, 23 de marzo de 2019

burdeos-1


Se me antoja la luz diferente, cristales limpios, será eso. Se me antoja diferente el paisaje, pueblo nunca visto, imposible. No puede ser que surjan pueblos de la nada, se pueden horadar montañas, trazar carreteras y otras cosas. Pero nada más, no engañar a mi mente que olvida ahora rápido lo que tantas veces miré pero quizás no vi.
Y se me agotan las palabras, llegan los kilómetros, pasan, dentro de poco empezarán las nubes primaverales, florecerá lo que no lo ha hecho ya y vuelta a empezar, se llama ciclo de la vida. La luz se queda, el día se alarga.

Y de nuevo al coche tras parada intermedia en Vitoria, es domingo de bruma, de nieblas y silencios por carretera sinuosa llena de señalizaciones, cambios de velocidad y radares que vuelven loco al pobre conductor. Autopista encajonada entre montañas, pisos que nunca verán el sol, nubes que mojan y Francia que se abre al cruzar el Bidasoa. Llanuras de bosques y verdor. Ahora las nubes vendrán del atlántico, tercas. Los peajes se multiplican y los km se hacen largos aunque sean de 1000 metros. 

Burdeos aparece con construcciones grises y de color beige con el río como columna que nos orienta. Inmenso, espectacular el Garona, precioso. Ciudad que mandó barcos a las costas africanas para capturar esclavos y que recibía los bienes de las colonias. Que habrán visto sus aguas. Preguntarse la historia para conocer una ciudad que paseamos a paso rápido, hace viento, más bien frío en el puente. Lleva su tiempo cruzarlo, son 450 metros. Las aguas parecen turbias y un tanto turbulentas. Comemos en una brasserie, antigua, los espejos se quedan sin luz, los barcos en pequeño serán copias de los que un día surcaron el río buscando el mar. Los camareros se mueven agiles pero la comida tarda. Hambrientos, devoramos ensaladas con pan y botella de agua del grifo, un habitual en Francia. Monumental esa ribera del río con algunos edificios oficiales. Parece haber poca gente, luego diremos lo contrario. Hasta sale un poco el sol. Andando encontramos gente, en la feria en la plaza de Quinconces están muchos de ellos, familias disfrutando de comida y atracciones. Noria gigante, vértigos de subida y bajada. Monumentos dedicados a los que perdieron la vida durante el periodo de terror tras la Revolución. Zona peatonal, atestada de tiendas y de gente que compra en Domingo. 

Catedral gótica, alta y ancha, con grandes vidrieras. Realmente gótica, no reconstruida posteriormente, está poco decorada en su interior como la mayoría de templos franceses, sobrios. Gratuita. No entramos a la exposición de pintura que prometía ser interesante. Sillas de parque o de pueblo de las de toda la vida para sentarse y mirar hacia arriba. La sinagoga recuerda a sus víctimas. Llegamos a la plaza de la Victoria donde parece cambiar todo y empieza otra vida de barrios más humildes. Se acaba la peatonalización y aparecen los testigos de Jehová. Por la puerta de peregrinos venían éstos, con intención de llegar a Santiago, quien sabe si lo lograban. Él canta “Rock me mamma”, muy bien, las dos manos en la guitarra. Más música por allá, y por acá pastelería argelina, gente de origen magrebí que se reúne en bancos y plazas, carnicerías árabes, hablan su idioma, no parece un signo de integración. Oscurece y el puente se torna atractivo. Ahora se descubre quien vive dentro de esos bloques que parecen antiguos. Más luces encendidas al otro lado del río. Cena en McDonalds, que también cambia con pedidos en pantallas. A este lado de la ciudad la vida se tornó tranquila. Toca descanso.

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