jueves, 30 de agosto de 2012

tras las luces


La señal de retirada eran las luces que se apagaban, los cuerpos que se alejaban del centro, el círculo infinito que se abría. Y uno ya sabía lo que venía. Y una fuerza centrífuga desconocida lo empujaba hacia la zona de visión. Y cuando sonaba ese primer acorde, un piano mil veces tocado, recordado, memorizado, uno se estremecía, miraba, se refugiaba, envidiaba todo aquello que otros empezaban a sentir, o simplemente sentían desde hacía ya un tiempo. Y esa mirada perdida buscaba lo que no se atrevía a buscar, quizás encontrara al rostro conocido, pero aunque ahí estuviera, todo estaba decidido. No era el momento. El momento ya llegaría, se consolaba. Y si esa cara conocida tenía acompañante, la desesperación se acrecentaba. El destino, la mala suerte, por qué, preguntas que se amortiguaban a medida que crecía la canción mientras se avivaban los sentidos y aquello empezaba casi a dejar de ser una canción lenta. Pero daba igual, uno los veía bailar agarrados y elucubraba también sobre ese momento, lo que diría, lo que sentiría. Y así hasta que se alcanzaba el momento cumbre, donde uno seguía sólo y quieto, y movía sus pies y parece que conociera la letra de la canción mejor que nadie, aunque sólo sabía una palabra.
Uno se dio cuenta mucho más tarde de que aquello no era una canción de amor, pero ya daba igual. Fue siempre una canción donde el sueño del amor se presentaba de repente, cada sábado, a la misma hora y en el mismo lugar. Eran los bailes del Estadio, en Vitoria, finales de los 70, la canción, mejor dicho, las dos canciones, The Load Out y Stay, al piano Jackson Browne, del álbum Running on Empty (1977), de obligatoria escucha.

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