sábado, 1 de enero de 2011

barrido del alma

Soy espectador de alguien que no se deja ayudar. Y no quiere que le sostengan la puerta, ni que se la empujen. Él se basta desde su silla con ruedas para empujarla y sostenerla, y los tropiezos son los acostumbrados. Uno más no importa, y su gesto diciendo vete equivale a un déjame en paz. Se para tres metros más allá, ahí afuera, y el frío no impide que coma una manzana mientras no siente la humedad que cala hasta los huesos que él no tiene. Sus piernas inexistentes le mantienen recluido en un entorno opresivo y escueto desde el que se niega a pedir compasión. Le quedan sus manos, las que usa para llevar su mente a lo lejos, para salir de la locura y para pintar otra vida, diferente, de ficción, la que hará llorar o sonreír a otros, la que hace que olvide por un momento que las ruedas nunca se separarán de él. Por eso odia que se metan en su vida y que le digan lo que tiene que hacer o cómo lo tiene qué hacer. Por eso vive sólo y si el maldito ascensor se estropea un día, permanece jodido en su casa maldiciendo los mecanismos que desconoce, esperando que alguien venga a reparar su aislamiento, pero ya, piensa. No se demoren más. No ven que no puedo hacer lo que quiero, grita. Mi libertad coaccionada por poleas o motores, no basta con la cruz, encima me apalean. Dejémosle hablar,…,mi libertad, rota, hoy que quiero ir allí o volver acá, o correr con mis ruedas o hacer el ganso, o pedir como si necesitara dinero, hacer que el prójimo se compadezca de un minusválido, quebrando su vena sensible, que no resiste ni 5 segundos mi mirada, huidiza la suya, que no soporta mi lamento lastimero ni mi oscura y apagada voz, la que volverá a su ser después, para festejar la venganza, en mi fuero interno, mientras tintinea todavía el eco de la moneda que se estrella sobre un fondo de metales. Lo admito, me gusta, y eso me inspira y mis manos vagan hasta encontrar un lápiz y siguen el torbellino de mi mente hasta despegar del papel, a toda velocidad, no entenderé la letra, da igual, ya inventaré algo. Es el momento de dictar, atenta señorita que empiezo. Y no voy a parar, como no paré aquel día, maldito amanecer, el sol que me deslumbra y me empotro y me como el otro coche y mis piernas y todo se funde en negro, y quiero morirme y no parar, aunque eso sea imposible, humanamente inalcanzable, y todo se esfuma en un momento y la belleza se convierte en horror y el rostro oculto que adivinaba algo se transforma en realidad maltrecha y odiosa. Que me dejen en paz, dije a alguien, vestido de verde, amable y real hasta más no poder, imposible, hay que nacer para poder hablar con el paciente. Hay que valer para eso, como para conducir un avión en medio de la noche sin más referencias que la nada a tú alrededor y una voz que te dice que sigas el rumbo, mientras el pasaje tiembla siguiendo las sacudidas del fuselaje. Por eso seguí mi rumbo, porque no hay otra alternativa. Por eso escribo, para que usted me lea y se acuerde y no corra o rece para que no le deslumbre el sol una mañana cualquiera, para que me lleve en sus pensamientos ahora y siempre, aunque sé que será imposible. Me olvidan muy fácilmente, la lástima no encuentra acogida en las almas de las gentes, es momentánea, férrea en un instante, desencadenante de lágrimas, pero nada más, pasajera, débil y ligera. Lo bueno me lo quedo yo, pero no se preocupen que se lo recordaré, me verá a la salida de un bar, de un restaurante, o de cualquier sitio con puertas y algo les hará hacer el gesto de ayudarme y verán mi cara, cubierta mi cabeza con un gorro, el desprecio en mi mirada y un pulgar que dice algo, y lo entenderán, estoy seguro.

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