jueves, 28 de agosto de 2008

la meta

Partiendo de la base de que la perfección en el papel de padre esta bien como utopía y que ni siquiera nos la podemos poner como meta, ese esfuerzo que realizamos para ser padres aceptables choca con una realidad que cambia día a día. Esa realidad la conforman nuestros hijos, que se transforman con el paso de las horas, minuto a minuto, que plantean batallas para las que parece que no estamos preparados y que amagan con discursos que se escapan de nuestras concepciones del mundo. Los padres sentimos que su cercanía se aleja poco a poco y las distancias cortas que antes dominábamos van dando paso a la media distancia, esa que en algunos casos no admite casi contacto, esa de las despedidas secas y cortantes, fruto, decimos siempre, de que está cambiando. Así es, él cambia pero nosotros también. No permanecemos inmóviles esperando que el niño nos alcance, seguimos nuestra marcha en la vida esperando que el futuro resuelva las dudas sobre la cosecha de nuestro esfuerzo diario, esa que no se suele ver a corto plazo, que quizás veamos algún día, todavía lejano, en el que esos pequeños o jovenzuelos ingresen en la edad adulta con la cabeza sobre los hombros, como buenos ciudadanos y como seres humanos dotados de sensibilidad. Por eso, qué hacer cuando sabemos que en su camino hacia la vida se preguntan, como le pasaba a Ana Frank en su encierro, cosas como "¿Habrá gente que pueda satisfacer plenamente a sus hijos?" La respuesta es no. Esa satisfacción plena nunca existirá y los milisegundos compartidos con ellos, disfrutados en ese estado placentero que unos llaman paz de espíritu y otros felicidad, son sólo eso, instantes de tiempo que a veces recordamos con añoranza y que deseamos se repitan. Mientras vuelven a nuestras vidas, con intermitencia y sin avisar, para poner un paño caliente sobre nuestra existencia, acudamos a lo que dice Bettelheim sobre el tema: "Lo único que un padre o una madre puede ser para su hijo es exactamente esto: un padre o una madre tierno y solícito; esto es, una persona madura que acepta con cariño y solicitud las muestras de inmadurez del niño, le protege para que no se sienta culpable por ellas y, además, impide que tengan malas consecuencias. Al mismo tiempo que proporciona al niño ejemplos de madurez que le sirvan de guía en el transcurso de su propio crecimiento". Así que a medida que soltamos amarras, mantegamos el faro encendido, ese que señala las entradas de los puertos, siempre abiertos por si el refugio se hace necesario.

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