Comemos bien en las Bodegas Campos y al salir nos topamos con la procesión que lleva a la Virgen de la Cabeza, llena de incienso y emoción; suena la música, el aire y los tambores, y cada poco hay parada para recuperar el resuello y cambiar de costaleros a costaleras, qué bonita palabra dice aquel que dirige el paso y anima a las que lo llevan a hombros. Alguien no permite que se apaguen las velas y pasan los campanilleros.
Luego paramos por el patio de los naranjos donde la gente hace cola para visitar la Mezquita. A la sombra de palmera o naranjo, en el banco sobre el empedrado ellos duermen. Y alguien mayor con guitarra y voz canta, suenan los quejidos en la alameda y tu frialdad.
La chica de nombre Azahara y con paraguas azul nos pasea por la ciudad y nos cuenta cosas, son las cinco de la tarde y no suenan clarines. Descubriremos que Mateo Inurria era escultor, que aquí vivió Juan Valera o que esas callejas se llaman azucaques y también que la reina Isabel promulgó una ley de mujeres holgazanas. Después asistimos al final de la misa en la iglesia del que fue hospital de incurables, hay silencio. A la salida lo blanco de las paredes daña la vista y el Cristo de los faroles no necesita que estos se enciendan. En las plazas y terrazas las personas respiran. No se percibe esa depresión dominical de tarde que languidece, es el momento de refrescarse y de afirmar que mañana Dios dirá. Y cenamos en patio a los que también llega la noche.
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