sábado, 12 de octubre de 2019

merindades-1



Puertos de nombres tan sugerentes como la horca, subidas y bajadas, arcenes que nunca existieron, cunetas salvajes, líneas blancas, ahora valle, ahora montaña, fronteras provinciales de asfaltos diferentes. Entre Álava y Burgos, transitando por mapas que confunden, por pueblos de a 50 donde no se sabe si vive alguien, de casas arregladas, aquellos de la España vaciada, de niños en ruta hacia colegios que agrupan en clases, quizás sean pocos en alguna edad. Las Merindades, allí donde empezó todo, o parte. De peñas imposibles y de iglesias mínimas, que cualquier sitio es bueno para rezar, ofrecer y gloriar.

En Villarcayo hay estatua de paseante con bufanda y poema. Y quizás artista de cabeza abierta, músico al que se le escaparon las notas. Templete vacío, y niños que juegan. Qué se siente en la soledad silenciosa de un pueblo, dímelo tú.
¿Dónde están los pájaros de Brizuela y el perro que ayer ladraba? ¿Y los bueyes?, estarán dormidos o despiertos en su silencio, cerca de farolas huecas que aun así son capaces de alumbrar. Y sólo los humanos ponemos pasos y aguas que recorren tuberías, ponemos otras notas al día incipiente que nace como todos aquí, verde en su lecho e indefinido todavía en sus alturas.

En la cueva de Palomera nosotros llevamos la luz, intrusos que penetran al reino de invertebrados, garduñas o murciélagos. Acostumbrados a vivir en la oscuridad, no sé si ciegos o deseosos de no ver. Bajamos metros agarrados a cuerdas, por terreno resbaladizo, con cascos apretados y luces que salen de la cabeza. Las estalactitas a su aire, las coladas también. Estuvieron los humanos, encontraron restos, los hay todavía. Se subían a morir a lo alto. Hay pinturas, diseminadas en kilómetros de galerías. Se hace el silencio y la oscuridad, y por unos segundos estamos seguros que todo volverá a ser como antes. Aguas que formaron cuevas y que a veces vuelven con fuerza. Y unas paredes que se llenan de estrellas de agua, brillantes, como en aquellas habitaciones infantiles. Y unos agujeros que dejan ver el cielo azul, lo último que vieron los que murieron antes de ser arrojados al olvido. Y de aquellos puede que sean los huesos, o de los animales, ya inútiles, también lanzados allá abajo. Y del reino invadido somos expulsados hacia la luz, desandado camino, hasta llegar a un bosque encantado, de tan verde que luce.

Y buscando orígenes encontramos el sumidero de Ojo Guareña, por ahí entra el agua que pule y da forma. Paseamos campos también, comemos al aire libre, a la sombra de la frondosidad y volvemos a otra cueva. Ésta más corta en su visita, con Ermita final, excavada en la roca. Frescos de 1705, que representan el martirio de San Tirso con formas infantiles, llenan las irregulares paredes. A pesar de eso San Bernabé se lleva el nombre del lugar. Preciosa la ermita y el paraje. Como Puentedey con su puente horadado por el agua. Así quedó tras largos embates. Hoy vemos sedimentos de arena y paz en lo que un día fuera océano o mar o todo junto. Y en Medina de Pomar empiezan las fiestas, con los medinenses orgullosos de poner una bandera en la Antártida. Toda fiesta tiene pregón, reina y cabezudos, danzas, público que quiere disfrutar, con barracas y churros. Lo normal, lo habitual de todo pueblo, lo que hay esta noche en las Merindades, donde el agua se retiró y nos dejó verlas.

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