Es un dato, innegable para
mí. Hemos recorrido casi 1600 kilómetros por carreteras alemanas y en ciento
cuarenta de ellos hemos adelantado 168 camiones. Se puede pensar en mi locura o
en mi gusto por las cifras. Es real, es consecuencia de la cantidad ingente de
camiones que vienen y van, que atraviesan regiones, de un lado a otro, buscando
puntos cardinales. Unos andan, otros descansan, en áreas de servicio completas
o en simples zonas de descanso. El primer carril es suyo, los otros dos son para
nosotros. Eso, un dato de un país donde los coches no son pequeños, y donde a
veces se corre tanto que no los ves pasar. Donde las obras parecen ser
consecuencia en este momento de la historia de un incremento del gasto público.
Autopistas, carreteras, puentes que exhiben grandes señalizaciones, enormes. Como
los bosques que no acaban y que parecen impenetrables.
Donde están los policías,
nos preguntamos. Ya llegarán. No como los turistas, que siempre están. Como las
iglesias reconstruidas, como las ciudades que parecen antiguas sin serlo. Queda
el suelo de antaño, de donde se quitó manto verde para construir, queda lo
oculto, el substrato, donde quizás se escondan bombas que no explotaron.
Y qué decir de las viñas
que surgen paralelas al Rhin, y de su vino que se toma en sus orillas. Y pensar
que alguien todavía cree que inventó el vino antes de ayer. Puestos a pensar,
quién inventaría la bicicleta, también es país para ellas, con carriles, con
llanos y con alforjas para que el viaje se alargue. Lo que me gustaría a mí,
alargarlo, seguir, aun viviendo atascos y esperas, todo por ver, por visitar
cosas nuevas, o ferias de vino, o casetas de salchichas y cervezas; y continuar
viendo al cuenta kilómetros crecer mientras a tu derecha los camiones se quedan
atrás, en su viaje perenne por esta parte de Europa.
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