El miércoles es día
soleado otra vez. Adelantamos camiones uno tras otro para acercarnos a
Rothemburg. Pueblo o ciudad de cuento, de colores, de postal. Con turistas y
comercio. Con fotos y murallas que rodean todo, se puede caminar por ellas a
cubierto y casi tocar los tejados. Asiáticos en tropel, parando, arrancando,
calles que se van llenando de gente como nosotros, ávidos de sensaciones. La Iglesia
de St. Jacob hay que verla. De Tilman Riemenschneider encontramos el altar de
la santa sangre (1499-1505), con reliquia de ésta. En madera oscura de gran
belleza. No desmerece el retablo central o altar de los doce apóstoles. Se puede
rodear también. A su izquierda otro precioso retablo en piedra (siglo XIV). Seguimos
recorriendo calles que acaban algunas de ellas en torres que vigilan la
muralla. En St. Wolfgang me pregunto los años que tienen los asientos de cuero
cuya paja quiere salirse. Hay retablos pequeños, catacumbas, escaleras y un
museo de los pastores. También imágenes de la ciudad arrasada por las bombas. Comemos
en un jardín que ocupa el espacio de un antiguo claustro y seguimos camino.
Eiichi Takeyama expone su obra ante pocos visitantes. Más turistas a medida que
avanza el día, más imágenes que se guardan en todo tipo de máquinas.
Nos acercamos a
Dinkelsbühl. Menos turistas, más paz. También amurallado. La gente parece
dormir. Pueblo no destruido por las bombas, poco a poco nos acercamos al
centro, y allí sí encontramos algo de bullicio, poco. Controlado. Colorido en
fachadas, flores. La Catedral de San Jorge es enorme en altura, luminosa en su
interior, con altares y retablos varios. Recorremos el perímetro para encontrar
las esculturas de piedra que representan la oración en el monte de los olivos y
la última cena. Sorprendentes. Más pueblo, más rincones, y más crece la
sensación de pueblo bonito, ¿de los más?, y de pacífico. Basta alejarse un par
de calles para olvidarse del ruido. Por supuesto todas esas calles están limpias,
cuidadas, envidia. Hasta las zonas más rurales, hasta los pueblos más recónditos
parecen guardar un orden.
Ya de vuelta en Nuremberg
cenamos en un restaurante indio, delicioso. Y paseamos la noche con música en
las calles, unos que congregan público y otros que son escuchados de pasada;
los jóvenes siguen bebiendo y charlando.
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