lunes, 28 de agosto de 2017

siete días



Empezaré por el final, es 24 de agosto, jueves. El pantano de Vitoria no siempre estuvo ahí, y su nivel varía, caprichos del hombre y de la naturaleza. Hace años se abrieron las aguas para que anduviéramos sus resecas tierras. Hoy el agua no cubre todo pero no deja ver la desolación de otras cuencas. En bici se puede disfrutar a su vera. Árboles que tapan la visión del preciado bien y claros que dejan ver un mar sin olas. El pueblo de Azúa disfruta de vista privilegiada y su silueta, la de la Iglesia, se antoja de postal. Ahí al lado se puede pedalear sobre las aguas atravesando un puente estrecho que parece no acabarse nunca, quizás claustrofóbico al final. Acelero para llegar a la orilla y seguir serpenteando donde se oscurece el camino y las agujas de pino tapizan el suelo y donde se esconden las vacas del calor. Llegamos a Landa. Sigue el mismo bar, la casa pintada de blanco. Ciclistas, cruz y fuente de agua con sabor. Volver por el vasco navarro, vía verde elegante, todo un lujo para los deportistas y paseantes locales. En Bilbao continúan las fiestas con las polémicas habituales en torno a las txoznas, esas casetas regentadas por movimientos alternativos en su mayoría  que exhiben la mescolanza habitual de reivindicaciones y exposición de símbolos y mensajes cuyo alcance incluso se me escapa. Como ese Cristo en la cruz al que se le asignan nombres a sus diversas partes, como si fuera un cartel de esos que en las carnicerías nos ilustran sobre las partes a la venta de gorrinos y vacas. Dice alguien en la tele que es sátira. Yo no digo nada, no entiendo. Dicen también que no hacen caso a las recomendaciones del instituto vasco de la mujer y que Despacito se baila y se canta, mayoritariamente. También exhiben los carteles de los presos, piden su vuelta, no sé si presos o no, bueno, lo imagino. Y por último, con esa inocencia que les caracteriza, fruto de su infinita bondad, y exhibiendo su simpatía hacia todos los pueblos de la tierra, dan la bienvenida a los refugiados. No dicen a cuantos, ni si les van a acoger en su casa, ni aclaran que pasaría si el que pide cobijo es español. Antes hubo otro día, llegó el 23. Se suceden las informaciones sobre las investigaciones del atentado, se buscan fallos, siempre los hay cuando se atenta. Es fácil matar pero hay que buscar mejoras en el sistema, el que nos protege. A veces nos creemos inmunes, autosuficientes. A algunos políticos les puede la soberbia. Lo cierto es que nadie se enteró de que los jóvenes llevaban una doble vida en un pueblo donde es fácil no pasar desapercibido. Visito el Artium o museo de arte contemporáneo de Vitoria. “Cuando tiras un papel, no pensás”, eso dice la artista que arroja papeles al suelo. Liliana Parker expone, aparte de eso, pequeños muñecos, de aquellos de sobre sorpresa, que en algunos casos parecen alejarse de la escena. Dejan rastros, a veces parece sangre, otras veces, el líquido es azul, o restos de humo del disparo. Exposición temporal por partida doble. Mucho espacio, mucho edificio para tan poco. La colección permanente es pequeña, escasas piezas, pero de artistas de renombre. Dalí, por ejemplo, y su retrato de Mildred Fagen. De Rafael Lafuente, mujer en un paisaje. Se suceden los mensajes ante los escasos visitantes. Alguien destruye a Moisés en video. Algo de música, techos altos, paredes blancas. Un pedazo de cielo cristalizado preside la entrada. 15000 piezas de vidrio soplado en forma de lágrimas forman una gigantesca lámpara que no ilumina. Repiquetean las lágrimas por mor del viento. Buscando cual se mueve, por qué esa sí y otra no. Corrientes de aquí y de allá, de repente se agitan, luego paran. Mover el aire, tintinear el cristal. Javier Pérez, 2001. (Descubro luego que no es el aire quién las mueve, sino un motor, a voluntad, una vez más, la poesía del momento queda hecha añicos por la realidad, mecánica) 15 años cumple el museo. A mí me pareció una vida. Lo demás es calor, bochorno. Las formas de ellas, las nubes, son caprichosas. En la Casa del Libro, un perro se tumba, esperando que el dueño compre o lea, o termine de hojear libros. Pero antes de todo eso, cuando el perro no podía intuir que su dueño se olvidaría de él por un rato, en un recinto donde todo es silencio, cuando era día 22 descubrimos que siempre ganan los buenos. Y el último terrorista es abatido (ojalá fuera de verdad el último). Los habrá ya meditando sobre un futuro próximo, sobre la próxima fechoría que pondrá acto a la maldad. Ajeno a todo, el sol se fue por un rato. En unos países más que en otros. ¿Por qué?, si es el mismo sol para todos. Antes de todo eso mi esfuerzo me llevó a la entrada del túnel de la Minoria, tapado en su entrada y en su salida. Y antes fue lunes, día 21, y Bilbao relucía al sol. El museo de Bellas Artes fue para mí un lugar que nunca visité. Ahora lo hago, parte nueva y parte vieja. Alicia Koplowitz expone parte de su colección. La permanente merecerá una visita más sosegada. Nada que ver con la modernidad del Artium vitoriano. Las fiestas siguen, el parque de Doña Casilda se reserva para los niños y sus juegos. La ría se recuperó y luce al sol y lo que ello conlleva, calor de agosto. Comemos en plena Gran Vía, Monterey, un clásico que vive de las materias primas de calidad. Y mira por donde que el día anterior fue domingo, 21. Y eché de menos los 22 grados de Alcobendas. Me conformé con lo que el día ofreció. Y pasé Durana, pedaleé más y alcancé Retana, me desvié a un pueblo sin nombre al que luego bauticé como Amarita. Luego Luco, luego alguno más y media vuelta. Vía verde, patos en fincas, e iglesias. Perros que ladran y ciclistas que no madrugan, será por el frío. Termino con 20 grados. No recuperará mucho más el día. Dice mi madre que el cura dijo que no hay que cerrar puertas, lo dijo en la misa. Y que en las cárceles hay buenos y malos; yo pienso que no es momento de filosofar cuando la sangre está aún caliente. Inoportuno, es momento de condena y de llamar asesino a quién los es, y a quién Dios, si existiera, condenaría al infierno. Quizás es que no exista esto último tampoco. Pasó que pasaron chico y chica, yo los vi, se cruzaron y no se vieron. Cada uno absorto en su pantalla de Smartphone. Qué lástima, se acabaron las miradas furtivas, quién sabe si el amor de su vida pasó de largo. También pasó que fuimos a un concierto, al conservatorio de Vitoria, en homenaje a David Bellugi, fallecido recientemente. Americano él, profesor en Florencia. Hay emoción que interrumpe el discurso. Hay esfuerzo en el intérprete, que busca aire cual atleta, el silencio permite escuchar la mecánica de las teclas de un clarinete extraño. Se toca a Bach, Piazzola, Bartok, Weber, y algo de música Klezmer, alegre. Se ovaciona al final. Antes de todo eso hubo un sábado, 19 donde las nubes parecían cubrirlo todo. Una pastilla de jabón me recuerda algo, resbala de las manos. El melón a rayas se llama tendral y sin que tenga una cosa que ver con la otra me pregunto que había antes de las nacionalidades, quizás personas. Y hubo un tiempo donde no había banderas. O ¿qué había cuando no había nada?, cuando la oscuridad negaba la vida. ¿Se les pregunta a los muertos si son de aquí o de allá? No responden. Antes de todo eso vino el 18 de agosto, era viernes y al final del día me pasó lo que nunca me había pasado, y es que llamé a Jazztel y la operadora, amable y gentil, se despidió dándome sus bendiciones. Las acepto dando las gracias y me quedo sorprendido. Lo opuesto al mal, el bien, con actos o con palabras que atraviesan distancias a velocidades de vértigo. Ella lo dijo, yo lo escuché. Yo contesté. Pero hay más, un viaje para llegar hasta aquí. Hay prisas, todos corren, hay música, yo me estremezco, hay pensamientos, hubo muertos ayer, asesinados para nada. Hay pena, hay recuerdo. Hay de todo en esta vida, la que para algunos fue arrebatada tan de golpe y sin sentido.

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