En Corduente los colores son los protagonistas. Me anticipo, el día
será hermoso, caluroso en sus horas centrales, ideal para el camino. Pero todo
tiene un principio, horas antes el día amanece diferente. Estamos a doscientos
kilómetros, baja la temperatura al acercarnos al destino. Viaje con amigos
hacia una provincia por descubrir. Guadalajara, hacia el norte, se torna
diferente. Grado y medio en las inmediaciones de un pueblo. Llegaremos a 26. Gradientes
de otoño. Hasta niebla, hermosa. Nos dice el lugareño que despejará a las doce.
Lo hizo antes. Al poco de iniciar el camino se ve el sol, que antes se intuía. Andar
pistas y vaguadas, pisar el frescor del rocío, de esa niebla que caló las
hierbas. El centro de interpretación ofrece el resumen o el detalle, lo que se
quiera. La señora que atiende está de enhorabuena. Hay visitas, y se nota que
le gusta hablar. Podría hacerlo sin parar. Afán de explicar lo que se puede
hacer y ver. Es su trabajo y lo hace bien. Hay mucho que ver pero todo es
inalcanzable. Seguiremos lo establecido. Seguir las marcas, rojas o verdes. Dudar
a veces, subir y luego bajar para llegar a un mirador, el primero,
sorprendente. Visión de cañón, de rocas rojizas, de árboles que verdean, de
otros que amarillean allá abajo, al lado del río. Es el Gallo que se unirá al
Tajo después, sin prisa. La visión es hermosa, diferente, pacífica. La gente
observa, en silencio o no. Me imagino el silencio allí. El sol que pone
sombras. Bajar, recovecos, escaleras, talladas en piedra, no hay vértigo. Mas miradores,
mas visiones. Acercarnos al río. Se pinta entre las rocas, se hacen fotos. Las rodillas
sufren. Abajo el ruido de las aguas que fluyen. También el Santuario, de la
Virgen de la Hoz, que da nombre al barranco. Aparición en el siglo XII, un
joven de Ventosa busca a una vaca de su rebaño, perdida. Hay gruta de la
aparición. Allí una señora del lugar nos cuenta cosas. Aquí se rodó Cuatro
balazos, western del 64. Película española. Nos dice que quedó desengañada de
las “mentiras” del cine. La pantalla es evasión y es incompatible a veces con
la realidad. Hospedería para descansar. Multitud de hojas caídas. Llueven hojas
mientras comemos sobre una alfombra amarilla y ocre, merendero pintoresco. La fuente
no da agua. Los niños juegan a lo de siempre. Hay cosas que no deberían cambiar
nunca. El sol en lo alto, calor. Desandar lo andado después. Camino cómodo en
general, llevadero. Luego aparecerá Corduente de nuevo. Después Molina de
Aragón. El castillo almenado y torreado. Banderas en lo alto. Lo recorremos. Subimos
y bajamos. Hermoso en la colina. Del siglo XII, ondean banderas que describen
su propiedad. Fue Aragón, fue Castilla y León. Ahora el pueblo pertenece a la
otra Castilla. Guerras y fronteras, demarcaciones y divisiones. Políticas y
administraciones que fijan líneas imaginarias. A los lados de esas líneas hay
vidas que no entienden de otra cosa que vivir. En el pueblo hay plazas, vacías
y menos. Hay bares. Hay Iglesia, de San Pedro, que se ilumina con moneda. Anochece
y todavía no cambió la hora. Rumbo a Medinaceli, esta vez Soria. Oscuridad en
carretera estrecha. La chica de la curva podría estar en todas ellas. No aparece.
Se acerca Halloween. La otrora N-II corta el pueblo. Arriba lo antiguo. Pueblo de
500 almas, el Cristo de verdad se lo llevaron a Madrid, nos dice la señora del
Hostal. Queda la réplica. Google dice que el nombre de la imagen se debe a que
fueron los Duques de Medinaceli los que edificaron la iglesia de Madrid donde
trasladaron la imagen, rescatada en el norte de África. Gradiente a la baja.
Carlos y Mary ofrecen menú. Es sábado. El restaurante alberga muchos
comensales. También el bar. Afuera la negrura. El Hostal Nicolás está limpio y
ofrece descanso. Nos espera la parte alta. Cambió la hora, domingo de octubre. Frío
y helada. Los coches lo dicen. La estación, y su plaza ahí al lado. No suenan
los trenes. No se ven ni se oyen. El cielo azul y montañas recortadas. La Medinaceli
histórica espera. Estuvieron los romanos y dejaron un arco de triple arcada. Único
en la península. A su lado césped, campo de fútbol con porterías, de pueblo,
para pisar. Hermoso el entorno. Se vende casa, más bien palacete. Quién pudiera
comprar y hacer algo diferente. Recorremos un pueblo en el que se ha invertido,
desde la iniciativa privada. Muchas casas reformadas, atractivas. Agradable el
paseo. Hogares y monumentos. Iglesia de San Martín. O la de San Román, se cae. Lástima.
La plaza Mayor aparece despejada de terrazas y bares. Hermosa. El palacio Ducal
es espacio de arte. Bonito patio. Arte por todos los rincones. En las salas
también. Un músico prepara con mimo su concierto, pone y ordena instrumentos,
con delicadeza. Luego toca el piano, improvisa. Suena bien, mejor. Y crea
ambiente para pararse y evocar. Y esperar. Silvia Alcalá pinta miradas, parecen
infantiles, pero siempre miradas, que algo dejan entrever. O todo. Mosaicos
romanos que aparecieron en excavaciones.
El mas importante está guardado. La culpa la tienen 150.000 euros. No hay dinero
para contratar a quien pueda exponerlo adecuadamente. Algo falla, o faltan
recursos o se gestionan mal. La Colegiata está también para que se invierta en
ella. Humedades, desperfectos. Se pide dinero. No lo hay. Las rejas cierran
todo lo que se podría ver. Una virgen sentada detrás. Seguimos camino,
murallas, calzadas romanas y un castillo en lo alto. Es cementerio en su
interior, sorpresa. Llega el día de Todos los Santos, y empiezan las visitas. Flores
y ramos. Pocos muertos en un pueblo tan pequeño. Dicen que ahí puede estar
enterrado Almanzor. Aquí murió, tras la batalla. Si lo está se le acumulan otros encima, mas
recientes, de lápidas labradas. Los nichos en estado de abandono, algunos. El pasado
en inscripciones que se pierden en el tiempo y en la memoria. Nadie cuida ya de
muchos. Olvidados. Las flores no les llegarán y el abandono seguirá. Volvemos al inicio. El
pueblo se llenó, todos buscan algo. Colas en la oficina de Turismo. Avidez por encontrar novedades, alejadas de rutinas. Nosotros queremos acomodo para comer. De nuevo al aire libre,
entre una carretera de escaso tráfico y otra, la A2 que está ahí arriba, muy
alta, silenciosa. Merendero de mesas de piedra. Sin frío. Lo contrario. La vía
del tren espera. Y de repente viene, enfila una breve curva, es un media
distancia. No silba, no saluda. Simplemente pasa, la vía no está muerta. Sigue viva
y lista para que se deslicen vidas, de un sitio a otro. Vidas que quizás nos
vieron. Apasionante el viajar, el moverse, sin prisa, sin más. Moverse para
entender, para alejarse, o simplemente para que las horas vengan y vayan de otra forma.
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