lunes, 5 de septiembre de 2016

cine



Dicen que hay dos cines. El de las sábanas blancas y el de verdad. Ambos usan el tejido blanco. Inicialmente debió de valer. Luego llegarían las pantallas, ya con tela dura. Llegó el progreso. El de las sábanas blancas era una buena elección cuando yo era un niño. Al fin y al cabo, dormir y soñar es a veces toda una película, de aventuras, de miedo o de amor. De deseos insospechados o inefables. Todo lo que da la gran pantalla vivido en primera persona, como protagonista, quizás en color, quizás sin director. Guisárselo y comérselo. Y despertar de repente, y querer recordar, y buscar interpretaciones donde no las hay. Rememorando llego a un punto, era la calle Prudencio María Verástegui, justo al lado de la estación de autobuses. El cine se llamaba Iradier. Quizás la televisión en blanco y negro ofreciera películas. Pero ir al cine era otra cosa. Y siempre hay una primera vez. La película pudo ser “Las chicas con los chicos”. Es del año 1967. Es decir que podría andar por los cinco años o así. Y si me acuerdo es porque era una película musical, donde brillaba Mike Kennedy, el alemán que cambió su apellido. Y lo que recordé lo olvidé. Sí, ese punto que me invitó a pensar que era esta película la primera se ha ido diluyendo. Pantalla enorme. De verdad. Muchas filas. Muchos asientos. Siempre murmullos. Silencio. Todo lo demás es aventurarse en un mundo imposible. Pero algún eco hubo, alguna señal que llega desde las profundidades, años luz después, que la conciencia recoge, que queda procesada y luego varada. Nada más, el cine es un sueño. Para escapar o para sentir la tranquilidad, para cerrar los ojos y pensar que todo eso no me sucederá a mí, o sí. Para pasar el tiempo, para protegerse de un día lluvioso, o para combatir el calor. Para encerrarse sin molestias, para dormir incluso. Para sentir como el ser humano todavía es capaz de escuchar en silencio, una historia, un cuento, una poesía, parte de nuestra vida.

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