domingo, 7 de agosto de 2016

yayo

Suena mal y se escribe peor. Es una palabra ruda para todo. Se dice abuelastra. Yo la tuve y mi madre tuvo madrastra. Pero nadie la llamó así. Era nombrada por su nombre. Y era la segunda mujer de mi Yayo. Y escribía las postales y cartas que yo recibía. Y sólo al final él ponía cuatro líneas casi ininteligibles. Surcos torcidos de tinta azul que apenas dejan ver palabras. Me lo imagino dictando la carta porque las palabras que ella escribe son de él. Le gustaría tomar el bolígrafo pero tomarlo ya es un ejercicio de valentía. Tomarlo y que el mundo baile es todo uno. Descontrolada la mano, sigue insistiendo. Tomarlo para jurar en hebreo y recordar que antes no era así. No podía serlo en quién practicaba una profesión donde se exigía precisión. Practicante les llamaban. Con infiernillos y alcohol para desinfectar las agujas que se clavaban en las carnes blandas de todos los pacientes. Precisión para abrir la cartera, dejar el instrumental preparado y hacer que el paciente sane o alivie su dolor. Pero ahora, enfilando una cuartilla en blanco, no puede por menos de acordarse. Pero al final siempre lo intenta y suelta sus líneas. Que parecen subir y bajar. Parte de su lamento. Yo lo veo y no sé qué decir. Lamentarme también. Sigo leyendo.  Y si se comprenden las líneas es porque se sabe que están mandadas para santos y  cumpleaños y se deduce lo que dicen. Deseos y felicitaciones en la distancia. E imágenes en el anverso de niños yeyés o de catedrales o de plazas que muestran nombres del pasado con taxis negros y agentes de la municipalidad con chaqueta y casco relucientes de blanco. Y el día se detiene, azul y luminoso. Y volviendo al reverso hay frases que se me escapan y que nunca podré volver a leer, y espero que aquel día lejano yo las llegara a entender y que sigan ahí, almacenadas en algún sitio al que no llega la conciencia. Y que en algún momento de mis sueños se puedan presentar otra vez. Para sentirme halagado, querido, a tanta distancia. Otra vez. Para soñar que nada cambió. Que vuelven los días cálidos, y suena el timbre, quizás yo esté todavía dormido o casi. Él venía a veces muy pronto. A buscarme. Para salir de paseo, a andar, a pesar del calor, qué era eso entonces. No existía ni el frío ni el calor. Para irnos a buscar a mi primo y pasear calles y apearnos en una terraza y tomar algo. Y ser felices, los nietos, mientras él lo era, cuidando de nosotros. Llegó un tiempo en que la cosa cambió. Y éramos nosotros los que cuidábamos de él. Le hacíamos compañía. Y hasta podíamos llevarle en coche y alejarnos para que el aperitivo fuera en otro sitio. Y su cerveza no faltaba, tampoco las almendras. Y volviendo a la felicidad, no hacía falta pensar en ella.

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