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yayo
Suena mal y se escribe peor. Es una palabra ruda para todo. Se dice
abuelastra. Yo la tuve y mi madre tuvo madrastra. Pero nadie la llamó así. Era
nombrada por su nombre. Y era la segunda mujer de mi Yayo. Y escribía las
postales y cartas que yo recibía. Y sólo al final él ponía cuatro líneas casi
ininteligibles. Surcos torcidos de tinta azul que apenas dejan ver palabras. Me
lo imagino dictando la carta porque las palabras que ella escribe son de él. Le
gustaría tomar el bolígrafo pero tomarlo ya es un ejercicio de valentía. Tomarlo
y que el mundo baile es todo uno. Descontrolada la mano, sigue insistiendo. Tomarlo
para jurar en hebreo y recordar que antes no era así. No podía serlo en quién
practicaba una profesión donde se exigía precisión. Practicante les llamaban. Con
infiernillos y alcohol para desinfectar las agujas que se clavaban en las
carnes blandas de todos los pacientes. Precisión para abrir la cartera, dejar
el instrumental preparado y hacer que el paciente sane o alivie su dolor. Pero ahora,
enfilando una cuartilla en blanco, no puede por menos de acordarse. Pero al
final siempre lo intenta y suelta sus líneas. Que parecen subir y bajar. Parte de
su lamento. Yo lo veo y no sé qué decir. Lamentarme también. Sigo leyendo. Y si se comprenden las líneas es porque se
sabe que están mandadas para santos y
cumpleaños y se deduce lo que dicen. Deseos y felicitaciones en la
distancia. E imágenes en el anverso de niños yeyés o de catedrales o de plazas
que muestran nombres del pasado con taxis negros y agentes de la municipalidad
con chaqueta y casco relucientes de blanco. Y el día se detiene, azul y
luminoso. Y volviendo al reverso hay frases que se me escapan y que nunca podré
volver a leer, y espero que aquel día lejano yo las llegara a entender y que
sigan ahí, almacenadas en algún sitio al que no llega la conciencia. Y que en
algún momento de mis sueños se puedan presentar otra vez. Para sentirme
halagado, querido, a tanta distancia. Otra vez. Para soñar que nada cambió. Que
vuelven los días cálidos, y suena el timbre, quizás yo esté todavía dormido o
casi. Él venía a veces muy pronto. A buscarme. Para salir de paseo, a andar, a
pesar del calor, qué era eso entonces. No existía ni el frío ni el calor. Para irnos
a buscar a mi primo y pasear calles y apearnos en una terraza y tomar algo. Y ser
felices, los nietos, mientras él lo era, cuidando de nosotros. Llegó un tiempo
en que la cosa cambió. Y éramos nosotros los que cuidábamos de él. Le hacíamos compañía.
Y hasta podíamos llevarle en coche y alejarnos para que el aperitivo fuera en
otro sitio. Y su cerveza no faltaba, tampoco las almendras. Y volviendo a la
felicidad, no hacía falta pensar en ella.
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