Un recuerdo del viejo edificio de Correos. Los leones,
o sus cabezas, de grandes fauces y ojos abiertos. Nunca cerraron la boca, y lo
tenían fácil. Atrapar presas nunca fue tan claro. Las cartas parecían resbalar.
Yo imaginaba un tobogán gigante, y quizás alguien recibiendo al otro lado. Los leones
nunca rugían, nunca dormían, siempre esperando a que un niño acompañado de su
padre alcance su boca, o le ayuden y lo levanten y se vuelva a preguntar si es
posible que algún día el animal dorado cierre la boca, por primera vez. Y le
toque a él, que sólo está de paso, que deposita lo que su padre necesita. Cartas
blancas o postales de colores. Letras que ya descansan en el interior de ese
edificio al que sólo se accede subiendo escaleras. La melena descansa, el león
en reposo, eterno, es de noche, y todos duermen, hasta ellos, con ojos
abiertos.
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