martes, 8 de diciembre de 2015

tierras de burgos



Frío, no mucho. Inversión térmica. Ascendemos y sube el termómetro. En París dicen que se juega el futuro del planeta. Los campos, menos verdes, dejó de llover. Los campos, mas blancos, la escarcha de la noche. Zonas de umbría que contrastan con aquellos espacios que el sol ya bañó. Curvas fuera de la Nacional I, la carretera del norte que vira al este para llegar al antiguo Silos, ahora Santo Domingo de Silos. De nombre de granero a nombre de santo que apareció por allí en el siglo XI para reverdecer el monasterio benedictino. Fría la entrada donde se venden recuerdos y frío el señor que la atiende. Traspasando una puerta estamos en el famoso claustro e inmediatamente empieza la función. El guía viene hacia nosotros e inicia su charla. Es cantarina, suena a mil veces dicha. Suena casi a niño de San Ildefonso cantando números. Estamos solos, nosotros y él, en lo que dicen es el claustro mas bello del mundo. Pájaros que suenan, rayos de sol y relieves sin policromar. Ocho en total, maravillosos. Todo empezó en el siglo XI, y continuó en el XII y en el XIII. Abades enterrados aquí y allá. Piedras pisadas hace siglos. Columnas y doble altura, arcos y capiteles. El segundo piso es para los 30 monjes que aún perduran en su labor. Horror al vacío, dice el guía ante el primer relieve. Lo que sentía el artista ante los huecos que podían quedar entre figuras. Por eso, estas se juntan, para protegerse del frío y del vacío. Explicación convincente. El guía sigue cantando. Damos la vuelta al claustro, como si fuera un ruedo. En una sala expone la pintora María José Castaño. Burgalesa, pinta su tierra, verde y árida. Con árboles solitarios. Se titula “las verdes praderas del cielo”. El claustro se termina al pie del famoso ciprés, plantado en el XIX, intimida su altura. De repente el guía ya no habla, recita. Y por su boca canta Gerardo Diego, “enhiesto surtidor de sombra y sueño”. Pasamos a la botica, donde los monjes preparaban y aplicaban ungüentos, no para llevar, sino para sanar in situ, en aquella mesa de madera. Porcelana de Talavera, blanquiazul, para guardar la magia. De ahí a un pequeño museo, pocas piezas. De ahí se puede volver a visitar ya por libre el claustro. El guía se despide y a lo suyo, a seguir cantando y glosando para otros. Libertad para respirar y fotografiar y aspirar un poco de paz. La iglesia del monasterio, fría y gris, espera a los monjes que cantarán mas tarde, en horario de comida. Los gregorianos sonarán, pero no los oiremos. El pueblo se acaba ahí, negocios esperando tiempos mejores. Carretera y curvas para llegar a Covarrubias. Pueblo ya visitado hace años, de casas antiguas con vigas de madera que desafían el paso de los años. Empedrado y vacío a orillas del Arlanza. Los pocos habitantes que vemos nos saludan. Alguna tienda abierta. La princesa Kristina y su estatua, ella vino desde Noruega a casar con el infante Felipe, hermano de Alfonso X el Sabio. Vivieron en Sevilla, murió joven, sin descendencia, y luego veremos su tumba. Será en la ex-colegiata de San Cosme y San Damián, en su claustro, al que se accede desde la iglesia, donde bellos sepulcros jalonan las capillas. Individuos solos o parejas. También los restos del conde Fernán González y esposa, Doña Sancha, reposan en el altar. Silencio, yo escucho el silencio. Así esperamos al joven guía que nos deleitará con sus explicaciones, empezando al pie del sepulcro de piedra labrada donde el infante quiso que reposara su esposa del norte. El claustro queda enseguida a un lado y pasamos al museo diocesano, el mas antiguo de España, data de 1929. Sólo tres salas, pero repletas de obras. La gran joya, en la última sala, el llamado tríptico de Covarrubias, o relieve en madera de la adoración de los santos reyes. Figuras altas y esbeltas, de rostros serios, primera mitad del siglo XVI. De autor indefinido, algunos lo atribuyen al círculo de Gil de Silóe. Los vecinos no lo dejan sacar del pueblo. Aquí se talló y aquí sigue. A su lado otras obras que no desmerecen. Espectacular el milagro de la pierna de San Cosme y San Damián, obra de Pedro Berruguete, de finales del XV. Colores verdes intensos. Y otra obra maestra, el cuadro que representa a un triste Cristo resucitado, flanqueado por dos apesadumbrados ángeles. Es obra de Diego de la Cruz, hecha a finales del XV. El encargado del museo se ha propuesto mostrar el realismo de la escena haciendo una foto de la cabeza de Cristo que se sitúa a los pies de la tabla para apreciar los detalles. En la sacristía se acaba la visita, allí un cuadro del cura Merino, que batalló a los franceses y que habitó la Colegiata nos sirve para seguir hablando de historia. Afuera sigue el vacío y la hora de comer nos lleva al El Galín, donde la sopa caliente se agradece, al lado de un radiador y con vistas a la plaza mayor donde veo papeleras decoradas. Yo veo gente pasar, pocos. Yo veo la luz del sol, veo las sombras, no  siento el frío que nunca se fue de la sombra, y que arreciará mas tarde. Yo veo a la misma gente, la de iglesias y encuentros fugaces comer en el mismo lugar. Coche hacia Burgos. Siguiente parada.

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