sábado, 10 de octubre de 2015

vidas


La acusada tuvo ganas de morir. Quizás las tiene ahora también. Su hija asesinada, ella juzgada. Luces y sombras en una figura de negro. La muerte llegó también para otra niña, quién no pudo casi ni vivir, sólo luchar, a su lado sus padres, peleando para que su hija tuviera una muerte digna. Música y conversaciones en consulta de dentista, y el sol que no se retira a ningún cuartel de invierno u otoño mientras la luz languidece o palidece y los mismos asuntos ocupan una vida política intrascendente y monótona donde sobran pasados y faltan responsabilidades, donde no se conoce al que era amigo, ahora delincuente. Decía Baltasar Gracián que las etapas de la vida se dividían en tres, la que había que vivir con los muertos (leer), dejando paso a la que había que vivir con los vivos, para acabar dedicándose a uno mismo, o etapa de filosofar. Cada uno sabe dónde está y donde no quiere estar,  o al menos debería saberlo, si no, es que tiene un problema, suyo, particular, propio, al fin y al cabo, no hay más vida que la de cada uno, las demás se respetan y observan, para aprender, olvidar, soñar o regocijarse, o para nada. La televisión nos trae vidas y mentiras, o medias verdades, menos que medias, incompletas, emociones falsas, delante de cámaras que rara vez filman la verdad, salvo cuando los caníbales del morbo esperan pateras o camiones repletos de seres humanos explotados. En las vidas reales suele haber dignidad y portazo a la exposición. Y el silencio, el gran silencio no llega, salvo en cumbres remotas y nevadas donde es difícil subir. De los muertos se aprende, de los vivos también, y yo aprendo, una palabra nueva, propiocepción, o de la percepción de cuerpos extraños en nuestro organismo, como un implante dental, insensible. Hay otros entes extraños incrustados en nuestra sociedad, que nos llaman a deshoras y que generan miles de desempleos. Son máquinas que hacen encuestas o nos preguntan cosas, engendros sin capacidad de responder a nuestro saludo, que se pierde estúpidamente al descolgar el teléfono. Me niego a hablar. Tras colgar, el silencio, al menos mío y libre.

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