Lisboa es paseo continuo o lo que usted quiera. Elegimos lo primero.
Del hotel a las calles, al encuentro de turistas que pululan entre edificios
activos o cerrados, con azulejos o no. Hay un mercadillo en plaza arbolada, es
domingo, bajo música de Fado. Se vende arte de artesano, originalidad. Las
calles se quieren hundir y las piedras que forman el empedrado se despegan en algunos
sitios. Cuidado con los pies. La plaza del Comercio es grande, inmensa,
amarilla y abierta a un río navegable que se puede pasear en su ribera y donde
el turista o lugareño oye música y toma el sol o cerveza en miradores al lejano
puente que abre el mar. La orilla de enfrente parece que está ahí al lado. Es
mentira, el río es ancho. Va para allá dice ella, la corriente, yo no la veo,
me lo creo. Yo veo hasta olas, que vendrán de un mar que recibe aguas. Olas
contra columnas y gaviotas.
La plaza de Camoes se llena de palomas y también tiene ese aire a
viejo, como todo en la ciudad. De ahí se abren calles a barrio alto o al barrio
bajo. Las cuestas continuas. Usted elije, bajar o subir. Los miradores abundan.
Como el de San Pedro de Alcántara donde se canta en francés a la guitarra y se
ve el río y mas tejados y colores y miles de ventanas.
También Lisboa trae recuerdos, de pasados viajes, de calle de castañas
en Noviembre, cubiertas de blanco, o de discos de Fado en la FNAC. Hoy las
ventas de discos han disminuido pero todavía se vende el Fado, reclamo de una
ciudad que se niega a dormir.
Da igual que llueva en la ciudad, o por lo menos a algunos nos da lo
mismo. Serán sólo unas horas de chubascos incontrolados que obligan al refugio
o a la rapidez para encontrarlo. Se encuentra en iglesias o en quicios de
puertas. Tras los cristales de la estación de Rossío se venden paraguas y se
cruzan pasos de cebra. Las gotas todo lo dejan en forma de bruma. Subir al
castillo con paraguas o no. Toma el nombre de San Jorge.
El barrio de
Alfama tiene callejuelas y obras. Resbala el suelo. Es real y para turistas.
Pasean los carricoches y les ofrecen gininha sin bajarse. Piedras y adoquines,
y mesas preparadas para cenar junto a gente que vive y tiende su ropa.
Miradores del Tajo, rincones, recovecos, escalera y cuestas. Otro mirador, el
de Sofía de Mello, poeta. La vista mil veces repetida, otros ángulos. En el de
Nuestra Señora de los Montes suena el viento y sopla. Casi nos lleva mientras
los candados sellan amores en valla. Pocos turistas se llegan hasta ciertos
sitios. Los parajes se suceden. Se reforma, crece la hierba entre adoquines, el
sol luce de nuevo, parajes idílicos. Lisboa podría ser una ciudad de cuento
tras una inversión estratosférica. Pero será mejor que siga así, a su ritmo, y
se ensucie y se limpie y los chubascos que vienen del mar rieguen sus calles y
que sigan naciendo verdes allá donde el ser humano nunca lo intentaría. Aparte
de cuestas también hay escaleras que incomodan las rodillas. Paseamos también
por el barrio chino o indio según se cambie de calle. Se mueven las antenas
según el mirador y según sople el aire. La música siempre presente. Un
adamastor, gigante mitológico griego inmortalizado por Camoes preside uno de
estos espacios para mirar al vacío desde otro punto de vista.Hay otras zonas,
mas nuevas y menos visitadas como la Plaza de Pombal donde se toma el pulso a
la gente que viene y va, sale y entra de la ciudad, buscando el trabajo. Allá
el parque de Eduardo VII, ordenado y cuidado que enlaza a unos dos kilómetros
con una enorme extensión verde. A un lado la penitenciaría. Si no se quiere
andar siempre queda el tranvía, viejo y de colores publicitarios. Casi siempre
atestado de gente. Casi me mareo en la única vez que lo tomamos. Frenazos y
calor. Movimientos de barraca loca. Un día nos pasamos por una calle perdida.
Vila Berta se llama, y tiene balcones muy salidos que forman terrazas enormes.
Los niños pintan en las escaleras con monitores a su vera. Andando, andando se
llega a Lisboa desde Belem y es un espectáculo pasar por debajo del 25 de
abril. Inmenso encima nuestro. Buscamos una ermita y la encontramos, después de
dar vueltas a un mapa en el que no caben los nombres de todos los recovecos
llamados calles. Es viernes y parece que
hay mas gente pidiendo en las calles. Será que empieza el fin de semana y que
la previsión del tiempo es buena. Agitan sus botes o vasos o los golpean contra
el suelo. Algunos acaban de levantarse y no piden. Los rincones de la ciudad no
se acaban nunca como la plaza donde está la Facultad de Bellas Artes cuya
fachada amarilla resplandece al sol. Sólo pájaros y pisadas y viento que sopla
en los oídos. Los estudiantes acuden a clase. Lisboa no se acaba nunca.
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