
Un viernes de febrero, de noche, escenario de iglesia, fea,
moderna, la parroquia de La Moraleja, allá donde empieza el otro mundo. En el
estrado del altar se produce el silencio. Viste de hábito oscuro, de ese marrón
que suena a Asís. La voz suena serena, igual que el alma, y ejerce un influjo en
mí. Sonrisa para describir la realidad, cuya calificación como miserable es
poca. Sonrisa para saber que se trabaja sin el objetivo de arreglar todo sino
sólo lo que las fuerzas dan de sí. El albergue que gobiernan está aquí cerca. Son
como nosotros, dice, gente que un día fueron y hoy también son. Sólo que
parecen escondidos a nuestros ojos. Los que tuvieron y no tienen, o quizás encontraron
lo que nunca buscaron. Pasión por ellos y por los que en África aguardan algo
de ayuda. Hospital en tierras de Liberia. Su voz pone alma a un concierto. De las
candelas. Ya fueron hace unos días. Hoy toca la orquesta Santa Cecilia, o una
parte y los violines casi se pueden tocar desde la primera fila. Se perciben
sonidos nunca oídos en obras que suenan mil veces en mi cabeza y que nunca reconoceré.
Hay solista, hay también soprano y tenor y coro de la Hermandad Virgen de la
Paz. La música engrandece el alma o la hace pequeña ante tamaña demostración de
voluntad. La música como reclamo para donar algo. Ellos, hermanos de San Juan
de Dios, el vehículo. El público aplaude y desaparece en la noche. Al día
siguiente visitamos “a Su imagen”, exposición de arte en el Centro Cultural de
la Villa. Bajo el epígrafe de arte, cultura y religión, y entre luces y
sombras, se pasea tranquilo por un recinto sin ruido, degustando el poder de la
imagen. Como la de Susana y los viejos, lienzo de Jose de Ribera, prodigio de
iluminación concreta. De colección particular, de Caylus, no como las potentes
esculturas de Gregorio Fernández, San Gabriel y San Rafael, de grandes ropajes
y cuerpos, pálidas y de rizados cabellos. Vienen de Valladolid, de San Miguel y
San Julián. De más lejos, de Segorbe, viene un lienzo de gran tamaño, de formas
definidas y colores en contraste, es el nacimiento de la Virgen, de Juan de
Juanes. Un grande como Zurbarán no podía faltar y es asombrosa su Inmaculada de
Jadraque, o Virgen niña, proveniente del museo de Sigüenza. Suspendida en el
aire, descentrada. El mensaje de los evangelistas descentra también. Lo dice
uno de ellos para ilustrar un cuadro, la visita de Jesús a Marta y María. “Marta,
tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más
bien una sola”. Acabo con la talla de madera del Cristo crucificado del
escultor toledano Sebastián de Almonacid, siglo XV. De rasgos afinados y
humildes, destaca sobre fondos adecuados. De la oscuridad a la claridad del
sol. Allá, al lado, Recoletos, vista sin ser mirada, está Pepita Jiménez, y su
creador, Juan Valera, en un monumento dedicado a la memoria del novelista. Inolvidables
las páginas. Unos metros más y una de las salas Mapfre expone fotografías de
Alvin Langdon. Norteamericano, nacido en el XIX, pionero. Sus retratos de celebridades
son excelsos. O como captar el alma donde los demás hacen fotos. Días mas
tarde, en Alcobendas, Miguel Poveda se la deja, el alma, en recital que va de
flamenco a copla, o de versos de Hernández a Lorca. Mi emoción no florece. Quizás
faltó ese tema que engancha, desconocimiento mío sobre un artista que cumplió
años el día anterior, pocos, pero celebrados en directo, los que le dejan
margen para crecer y no parar.
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