viernes, 20 de febrero de 2015

de dioses en la tierra



Un viernes de febrero, de noche, escenario de iglesia, fea, moderna, la parroquia de La Moraleja, allá donde empieza el otro mundo. En el estrado del altar se produce el silencio. Viste de hábito oscuro, de ese marrón que suena a Asís. La voz suena serena, igual que el alma, y ejerce un influjo en mí. Sonrisa para describir la realidad, cuya calificación como miserable es poca. Sonrisa para saber que se trabaja sin el objetivo de arreglar todo sino sólo lo que las fuerzas dan de sí. El albergue que gobiernan está aquí cerca. Son como nosotros, dice, gente que un día fueron y hoy también son. Sólo que parecen escondidos a nuestros ojos. Los que tuvieron y no tienen, o quizás encontraron lo que nunca buscaron. Pasión por ellos y por los que en África aguardan algo de ayuda. Hospital en tierras de Liberia. Su voz pone alma a un concierto. De las candelas. Ya fueron hace unos días. Hoy toca la orquesta Santa Cecilia, o una parte y los violines casi se pueden tocar desde la primera fila. Se perciben sonidos nunca oídos en obras que suenan mil veces en mi cabeza y que nunca reconoceré. Hay solista, hay también soprano y tenor y coro de la Hermandad Virgen de la Paz. La música engrandece el alma o la hace pequeña ante tamaña demostración de voluntad. La música como reclamo para donar algo. Ellos, hermanos de San Juan de Dios, el vehículo. El público aplaude y desaparece en la noche. Al día siguiente visitamos “a Su imagen”, exposición de arte en el Centro Cultural de la Villa. Bajo el epígrafe de arte, cultura y religión, y entre luces y sombras, se pasea tranquilo por un recinto sin ruido, degustando el poder de la imagen. Como la de Susana y los viejos, lienzo de Jose de Ribera, prodigio de iluminación concreta. De colección particular, de Caylus, no como las potentes esculturas de Gregorio Fernández, San Gabriel y San Rafael, de grandes ropajes y cuerpos, pálidas y de rizados cabellos. Vienen de Valladolid, de San Miguel y San Julián. De más lejos, de Segorbe, viene un lienzo de gran tamaño, de formas definidas y colores en contraste, es el nacimiento de la Virgen, de Juan de Juanes. Un grande como Zurbarán no podía faltar y es asombrosa su Inmaculada de Jadraque, o Virgen niña, proveniente del museo de Sigüenza. Suspendida en el aire, descentrada. El mensaje de los evangelistas descentra también. Lo dice uno de ellos para ilustrar un cuadro, la visita de Jesús a Marta y María. “Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola”. Acabo con la talla de madera del Cristo crucificado del escultor toledano Sebastián de Almonacid, siglo XV. De rasgos afinados y humildes, destaca sobre fondos adecuados. De la oscuridad a la claridad del sol. Allá, al lado, Recoletos, vista sin ser mirada, está Pepita Jiménez, y su creador, Juan Valera, en un monumento dedicado a la memoria del novelista. Inolvidables las páginas. Unos metros más y una de las salas Mapfre expone fotografías de Alvin Langdon. Norteamericano, nacido en el XIX, pionero. Sus retratos de celebridades son excelsos. O como captar el alma donde los demás hacen fotos. Días mas tarde, en Alcobendas, Miguel Poveda se la deja, el alma, en recital que va de flamenco a copla, o de versos de Hernández a Lorca. Mi emoción no florece. Quizás faltó ese tema que engancha, desconocimiento mío sobre un artista que cumplió años el día anterior, pocos, pero celebrados en directo, los que le dejan margen para crecer y no parar.

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