Con encogimiento de alma a veces, con envidia otras, con dificultad,
termino de leer el libro de la vida de la Santa Teresa de Jesús. Escrito o, mas
bien, volcado de su alma ella misma reconoce su problema para plasmar por
escrito lo que los confesores le han aconsejado. No es mujer de letras. Es por
ello difícil a veces seguir el hilo, acomodar el cerebro a frases donde las
formas se han extraviado. Enfrentado a palabras olvidadas me queda algo y a
veces en el silencio de la lectura se percibe el arrobamiento o el éxtasis del
que tanto habla la monja. Algo de su infancia aparece como cuando se escapa con
su hermano para intentar llegar a tierra de moros y ser descabezada, “para
gozar tan en breve de los bienes del cielo”. No quería ser monja, tan vanidosa
que se veía. Perpetuo sentimiento de inferioridad, de mezquindad, de ofensa a
Dios. Cuenta sus enfermedades, sus lecturas y sobre todo se centra en la
oración y los beneficios que le conllevaron. Cuatro grados desde el esfuerzo
inicial, la pelea de orar, pasando por la quietud posterior, el “desasosiego
sabroso” después, hasta llegar al agua que cae del cielo que provoca que el
alma esté muerta al mundo y “se goce sin entender lo que se goza”. La unión, la
certidumbre de estar junto a Dios, lo que hace que no se pueda dejar de creer. El
lenguaje es dulce muchas veces. Es humana. Llegan en ese último estado las visiones,
las apariciones, de ángeles y demonios, de infiernos y cielos, de Jesús y Dios.
El que enciende la “centellica” en el alma, preludio de elevarse el cuerpo y
subir el alma al cielo. Corregido posteriormente por Fray Luis de León acabo su
lectura esperando no se termine.
“No sé cómo queremos vivir pues es todo tan incierto”.
Libro de su vida. Santa Teresa. 1562
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