En Apellániz, a tres kilómetros de Virgala, en las estribaciones del puerto
de Azaceta, camino de Navarra, el tiempo se detiene. Como cualquier pueblo. Vacías
las calles, esperando algo. Sólo las bisagras parecen llevar la contraria. Las puertas
se remiendan y los cristales todavía reflejan. Asoma la torre, tímidamente, el
día azul, campanas listas para tocar a lo que sea. Ese día subimos a San Cristobal,
monte redondeado y cercano. El verano del 2005 dio para mucho.
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