Voy a hablar de fútbol, era el 21 de
junio de 1970, domingo, final del mundial en México capital. Yo entraba en un
bar, siete años, de la mano de mi padre y con mas gente. Recuerdo a alguno, no
a todos. La tele sería en blanco y negro, y estaría alta, mi recuerdo, y
pequeña, pero no importa. Es fútbol, Brasil gana a Italia, cuatro a uno,
desconozco si vi el partido completo, desconozco si yo tenía un favorito,
desconozco si me gustaba o me asombraba Pelé. Parecían jugadores inalcanzables,
no de nuestra liga. Desconozco si tomé algo, apuesto por un KAS de naranja, Coca-Cola en su defecto, desconozco si me senté, para qué vale la memoria, pero
tengo la imagen, el flash, el bar estaba en la carretera que lleva a Durana, a
escasos kilómetros de Vitoria, quizás en el mismo pueblo, de esas carreteras de
antes, sin coches, las hacían previendo algo y se les quedaron viejas antes de
tiempo. Junio, ya vacaciones, qué pasó esa noche, lo desconozco, qué pasó el
lunes 22, Dios sepa. Veo también imágenes del mundial 82, solo doce años de
diferencia y guardo en la memoria un Francia-Alemania en semifinales, y
desconozco el marcador antes de ver el resumen de la tele, pero tengo el
recuerdo del gran partido de mi vida, de la emoción que no acababa, resuelta en
penaltis. Hubiera jurado que no fue así, las imágenes me desmienten. La España
de las imágenes parece otra, los policías van de marrón y la gente viste rara. Yo
estaba allí y no tengo constancia de verme raro. Es lo que tiene el paso del
tiempo. Nos reconocemos solo en lo que queremos. Cuarenta y cuatro años después
del 70 sigue el Mundial, el fútbol no se agota, exceso de patriotismo en los
himnos, se encienden las almas. Se canta incluso a capela. No sé si vale para
algo, al jugador quizás para envalentonarse, para superar el miedo y la
decepción que puede venir, uno de los dos está condenado a llorar en el
vestuario, el otro a gritar y saltar como poseso, hasta el siguiente encuentro
y hasta el éxtasis de la copa. Se lesiona gente en este mundial de Brasil por
entradas duras o feas y nadie sanciona al lesionador. Al Suárez del mordisco se
le condena como si fuera casi un delincuente. Buscan explicaciones, se le pregunta
a la abuela, el protagonista lo desconoce, si no, no lo haría. Quiere jugar al
fútbol, pide perdón. Se le recibe como a un héroe, mas patriotismo que inflama
corazones; mientras, la sociedad civil que no percibe el fútbol ni como entretenimiento
ni como nada se enfada, pero el enfado se oculta, se diluye en el colorido y en
el baile, y en la comunión de países cuyos jugadores hablan de respeto a
espectadores que en un par de minutos se acordarán de los muertos de los
contrarios. Y es que aplicar razón al fútbol es poner puertas al mar. Sólo
entiende de pasión y es mejor abstraerse si se quiere disfrutar, y ponerse
orejeras y mirar la pantalla y gritar gol si se siente así y esperar el ida y
vuelta y jalear camisetas y jalear con las hinchadas y al pitido final
desconectar y volver a pedir justicia o lo que sea menester e intentar recordar
la sensación de placer que se experimenta cuando el fútbol devuelve en forma de
emoción nuestra atención y nuestro tiempo. De eso se trata, y aún no yendo con
nadie, siempre se va con alguien y se les pide que sigan, que peleen, que se
dejen la piel, que no olviden, que se acuerdan de la letra del himno, de los
que están en casa, en los bares, de los niños que no entienden, que no se
acuerdan, de los que por primera vez, o casi, ven jugadores en tonos grises
trotar por el también gris césped y levantar la pasión, exaltar el corazón y
despedir a la vida real durante noventa minutos.
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