Es julio de 2002 y es tiempo de vacaciones. La primera parada la
hacemos en el Puente de Sanabria, allí recorreremos la senda de los monjes,
cuestas y vistas al lago, inmenso. También nos acercaremos a esa extensión de agua
que desde abajo parece otra, y mojaremos los pies. Muchos hacen lo mismo en esa
tarde de calor. Pocos se bañan por completa, los lagos siempre asustan, se
desconoce el fondo y quién lo habita. Los niños, todos con gafas de sol y
gorra, y conjuntos de camiseta y pantalón de colores, miran a la cámara con
atención, recuerdo el aparcamiento y más cosas, como el cansancio después de la
caminata por los senderos. El placer de andar en sandalias y tener la vida
controlada. Dormimos en un hostal restaurante carnicería, los Rochi. De ambiente
familiar y de carretera, parece sacado de otro tiempo. Al día siguiente
volvemos a retroceder en el tiempo, es en tierras portuguesas, en Braganca, la
ciudad parece muerta y agostada por el sol; cuestas, edificios viejos y
ausencia de vida parecen marcar el devenir. El castillo alberga un museo
militar que visitamos. Al día siguiente llegaremos a nuestro punto de destino,
el campingPlaya de Leis, en el término
de Muxia, situado en lo alto de un acantilado, al borde de una playa. Bungalow de
madera con escaleras también al ático. Y recuerdos de hierba y lluvia, y
también de sol. Desde ahí recorreremos infinitas playas y carreteras en esta
llamada Costa de la Muerte. Luego se hará famosa, internacional, y todos
descubriremos la palabra chapapote. Pero es ahora, 2002, y todo está como debe
estar, los erizos en las playas, esperándonos, las estrellas de mar, las
conchas, los niños que se vuelven locos ante esa visión diferente de la
naturaleza, en playas amplias y salvajes. Serán siete noches de camping con sus
días de inagotables búsquedas de paisajes y vericuetos, de cabos y faros, de
acantilados y mar, de gaviotas chillonas, de pistas de tierra que llevan a la
paz. De carreteras que exudan belleza en cada metro. De juegos y canciones, de
hablar y contar. Visitamos iglesias, pequeñas, oscuras, de piedra. Con vírgenes
que llevan en su seno miles de invocaciones y plegarias de las mujeres de la
mar. Recuerdo una mañana en Muxia, llueve y el coche nos protege, dejará de
caer agua y andaremos pisando charcos hasta llegarnos al Santuario de la Barca,
se quemó hace poco, y allí tenemos fotos, con pelo corto y anorak, y sonrisa, y
gaviotas de fondo, y cielo que da un respiro, y rocas que semejan velas.
Finisterre se oculta bajo una intensa niebla fría y suelta bocinazos, inmensos,
escalofriantes, ruido que aleje a los barcos, ruido que evite que las aguas
engullan frágiles maderas y almas que solo buscan ganarse el pan. Vemos sin
ver, no se ve el mar, se ve el faro y se siente el ruido que alerta, que pide
se alejen. Los faros que parecen inalcanzables, lejanos, pero a veces hay
camino, siempre lo hay, lo sabrá el farero. Y aquello debe de ser lo más
parecido a la paz en vida. Quizás exagera, mi mente romántica. ¿Sentirán miedo
en la noche?, ¿cuándo todo la negrura del cielo se junte con el ruido de la
tempestad? Pero ahora es de día, y el blanco encalado se superpone al azul
marino o cielo y la vista es de postal y de cuadro marinero de salón, de olas
inalcanzables al lienzo, de espuma que cómo diantres se pintará. Ni las fotos
reflejan la realidad del mar. Falta el ruido. Escenario de tragedias, la costa,
el cementerio de los ingleses alberga cuerpos de un naufragio de finales del
XIX. El día es claro y reluciente, parece increíble que el mar pueda convertir la
calma en tragedia. Guardo facturas, cena para cinco por 34 euros, en una
raxería, carne con patatas en abundancia. Se come bien en Galicia, barato y sin
medida. Se vive bien, despreocupado, los niños corren por las playas y llenan
los bolsillos y bolsas de restos de vida marina. La arena no importa. Nada importa
salvo el día siguiente.
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