sábado, 21 de junio de 2014

muxía - verano de 2002



Es julio de 2002 y es tiempo de vacaciones. La primera parada la hacemos en el Puente de Sanabria, allí recorreremos la senda de los monjes, cuestas y vistas al lago, inmenso. También nos acercaremos a esa extensión de agua que desde abajo parece otra, y mojaremos los pies. Muchos hacen lo mismo en esa tarde de calor. Pocos se bañan por completa, los lagos siempre asustan, se desconoce el fondo y quién lo habita. Los niños, todos con gafas de sol y gorra, y conjuntos de camiseta y pantalón de colores, miran a la cámara con atención, recuerdo el aparcamiento y más cosas, como el cansancio después de la caminata por los senderos. El placer de andar en sandalias y tener la vida controlada. Dormimos en un hostal restaurante carnicería, los Rochi. De ambiente familiar y de carretera, parece sacado de otro tiempo. Al día siguiente volvemos a retroceder en el tiempo, es en tierras portuguesas, en Braganca, la ciudad parece muerta y agostada por el sol; cuestas, edificios viejos y ausencia de vida parecen marcar el devenir. El castillo alberga un museo militar que visitamos. Al día siguiente llegaremos a nuestro punto de destino, el camping  Playa de Leis, en el término de Muxia, situado en lo alto de un acantilado, al borde de una playa. Bungalow de madera con escaleras también al ático. Y recuerdos de hierba y lluvia, y también de sol. Desde ahí recorreremos infinitas playas y carreteras en esta llamada Costa de la Muerte. Luego se hará famosa, internacional, y todos descubriremos la palabra chapapote. Pero es ahora, 2002, y todo está como debe estar, los erizos en las playas, esperándonos, las estrellas de mar, las conchas, los niños que se vuelven locos ante esa visión diferente de la naturaleza, en playas amplias y salvajes. Serán siete noches de camping con sus días de inagotables búsquedas de paisajes y vericuetos, de cabos y faros, de acantilados y mar, de gaviotas chillonas, de pistas de tierra que llevan a la paz. De carreteras que exudan belleza en cada metro. De juegos y canciones, de hablar y contar. Visitamos iglesias, pequeñas, oscuras, de piedra. Con vírgenes que llevan en su seno miles de invocaciones y plegarias de las mujeres de la mar. Recuerdo una mañana en Muxia, llueve y el coche nos protege, dejará de caer agua y andaremos pisando charcos hasta llegarnos al Santuario de la Barca, se quemó hace poco, y allí tenemos fotos, con pelo corto y anorak, y sonrisa, y gaviotas de fondo, y cielo que da un respiro, y rocas que semejan velas. Finisterre se oculta bajo una intensa niebla fría y suelta bocinazos, inmensos, escalofriantes, ruido que aleje a los barcos, ruido que evite que las aguas engullan frágiles maderas y almas que solo buscan ganarse el pan. Vemos sin ver, no se ve el mar, se ve el faro y se siente el ruido que alerta, que pide se alejen. Los faros que parecen inalcanzables, lejanos, pero a veces hay camino, siempre lo hay, lo sabrá el farero. Y aquello debe de ser lo más parecido a la paz en vida. Quizás exagera, mi mente romántica. ¿Sentirán miedo en la noche?, ¿cuándo todo la negrura del cielo se junte con el ruido de la tempestad? Pero ahora es de día, y el blanco encalado se superpone al azul marino o cielo y la vista es de postal y de cuadro marinero de salón, de olas inalcanzables al lienzo, de espuma que cómo diantres se pintará. Ni las fotos reflejan la realidad del mar. Falta el ruido. Escenario de tragedias, la costa, el cementerio de los ingleses alberga cuerpos de un naufragio de finales del XIX. El día es claro y reluciente, parece increíble que el mar pueda convertir la calma en tragedia. Guardo facturas, cena para cinco por 34 euros, en una raxería, carne con patatas en abundancia. Se come bien en Galicia, barato y sin medida. Se vive bien, despreocupado, los niños corren por las playas y llenan los bolsillos y bolsas de restos de vida marina. La arena no importa. Nada importa salvo el día siguiente.

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