sábado, 5 de abril de 2014

florencia-pontormo y rosso



La sorpresa del segundo día llega en el Palacio Strozzi. En una de esas casualidades que rodean la existencia el lugar alberga una exposición temporal, evento único para juntar a Pontormo y Rosso Fiorentino, dos pintores nacidos a escasos kilómetros, en Empoli y Florencia con una diferencia de un par de meses, en el año 1494, ambos discípulos de Andrea del Sarto y representantes de esa corriente artística llamada manierismo o manera moderna. Quizás sea la iluminación de las salas que deja entrever que la noche se ha hecho afuera, lo cual no es cierto, lo que hace que se cree un ambiente que da pie al recogimiento y la contemplación. Miro alguna de las grandes ventanas y no parece que el día exista. Y empezamos a entrever que la muestra es monumental. Se compara a los dos artistas, incluso con el maestro. Empezaré con del Sarto (1486-1530) y una obra de 1517, llamada la Virgen de las arpías, donde ésta aparece con el niño flanqueados por San Francisco y San Juan Evangelista. Es difícil sustraerse a las miradas de ese cuadro. Dicen los textos que ambos discípulos viajaron con su maestro a Roma cuando Miguel Angel pintaba la Capilla Sixtina. Toda una reunión de talentos. Enfrente del anterior cuadro aparece una obra maestra del pintor de pelo rojizo que daba origen a su nombre. El ángel músico es un cuadro pequeño que muestra al niño tocando delicadamente el laúd. Pasamos a una galería que exhibe dibujos de ambos, increíble el autorretrato de Pontormo, traído del British Museum, que exhibe al pintor apuntando con el dedo. Son estas obras muestras de pruebas para obras posteriores o simplemente apuntes que exploran el cuerpo humano. Volvemos a las pinturas de gran tamaño y llega un Calvario de Pontormo con tríptico que presenta a San Julián y San Agustín, todo difuminado por el tiempo en un fresco de 1525. Los múltiples retratos hechos por ambos artistas son también excepcionales. Aparece también un San Jerónimo de Pontormo traído de Hannover que es diferente. La figura sin pelo e imberbe se aleja de la composición clásica y parece querer envolverse en un ovillo. Y llegamos al final y volvemos al principio para volver a ver. Cuesta abandonar las salas. El final es apoteósico con un cuadro de Rosso, La Piedad, traído del Louvre, parece que la purpurina inundara el cuadro, brillo y color especial en una obra que pone punto final a uno de esos momentos mágicos que el arte brinda de vez en cuando.

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