La sorpresa del segundo día llega en el Palacio Strozzi. En una de
esas casualidades que rodean la existencia el lugar alberga una exposición
temporal, evento único para juntar a Pontormo y Rosso Fiorentino, dos pintores
nacidos a escasos kilómetros, en Empoli y Florencia con una diferencia de un
par de meses, en el año 1494, ambos discípulos de Andrea del Sarto y
representantes de esa corriente artística llamada manierismo o manera moderna. Quizás
sea la iluminación de las salas que deja entrever que la noche se ha hecho
afuera, lo cual no es cierto, lo que hace que se cree un ambiente que da pie al
recogimiento y la contemplación. Miro alguna de las grandes ventanas y no
parece que el día exista. Y empezamos a entrever que la muestra es monumental. Se
compara a los dos artistas, incluso con el maestro. Empezaré con del Sarto
(1486-1530) y una obra de 1517, llamada la Virgen de las arpías, donde ésta
aparece con el niño flanqueados por San Francisco y San Juan Evangelista. Es difícil
sustraerse a las miradas de ese cuadro. Dicen los textos que ambos discípulos
viajaron con su maestro a Roma cuando Miguel Angel pintaba la Capilla Sixtina. Toda una reunión de talentos. Enfrente
del anterior cuadro aparece una obra maestra del pintor de pelo rojizo que daba
origen a su nombre. El ángel músico es un cuadro pequeño que muestra al niño
tocando delicadamente el laúd. Pasamos a una galería que exhibe dibujos de
ambos, increíble el autorretrato de Pontormo, traído del British Museum, que
exhibe al pintor apuntando con el dedo. Son estas obras muestras de pruebas
para obras posteriores o simplemente apuntes que exploran el cuerpo humano. Volvemos
a las pinturas de gran tamaño y llega un Calvario de Pontormo con tríptico que
presenta a San Julián y San Agustín, todo difuminado por el tiempo en un fresco
de 1525. Los múltiples retratos hechos por ambos artistas son también excepcionales.
Aparece también un San Jerónimo de Pontormo traído de Hannover que es
diferente. La figura sin pelo e imberbe se aleja de la composición clásica y
parece querer envolverse en un ovillo. Y llegamos al final y volvemos al
principio para volver a ver. Cuesta abandonar las salas. El final es apoteósico
con un cuadro de Rosso, La Piedad, traído del Louvre, parece que la purpurina
inundara el cuadro, brillo y color especial en una obra que pone punto final a uno
de esos momentos mágicos que el arte brinda de vez en cuando.
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