sábado, 17 de agosto de 2013

bellas artes


Es sábado de agosto por la tarde y soy el primero en entrar. Sólo compartiré visita con otras dos personas. Se trata del Museo de Bellas Artes de Vitoria. En recepción parecen sorprendidos de tan pronta llegada y respiran amabilidad y explicaciones. Creo que no he sobrepasado muchas veces la valla que cerca el recinto, justo enfrente del palacio que alberga al Lehendakari. El trayecto hacia Armentia es un clásico para el paseo y los jardines del museo eran propicios para las fotos. Hace años lo visité, cuando la colección estaba en el palacio que reluce esta tarde al sol. Hoy existe un edificio adyacente que contiene casi todas las obras que se pueden observar aunque se accede también al viejo palacio para un par de cosas. Merece la pena ese acceso para ver el artesonado y sentir la madera crujir bajo los pies. Empezaré por la obra que se publicita como reclamo para el visitante. Un nuevo Goya, la Virgen niña con San Joaquín y Santa Ana, que debió de habitar la casa de un particular vitoriano y que en Julio del 2011 fue finalmente identificado como un Goya de su edad temprana. Aparte de su ubicación, junto a la hermosa capilla del palacio, no retendré en la memoria nada más de una obra que sólo me parece una más. El museo alberga en su mayoría pintura de artistas vascos del diecinueve y del veinte. Algún Sorolla, una obra de Benlliure y algunas otras obras de los grandes completan la exposición. Pasemos a las obras por las que creo que vale la pena asomarse a la colección. “Casamiento en articulo mortis”, cuadro oscuro de Antonio Ortiz Echagüe, 1883-1942, obra de 1904, que muestra la cabeza de un moribundo, difusa, en el regazo de la novia, velada en blanco, ante la atenta mirada de testigos directos y alejados como el que contempla la escena desde el quicio de la puerta o como la señora que parece dormir en la silla. Inquietante y morbosa, la antítesis de lo que el matrimonio y su proyección a futuro representan. De ahí al colorido de “Las niñas de Vitoria” que parecen enfadadas, casi simétricas, con vestidos llamativos y miradas divergentes. Es obra fechada en 1882 por Epifanio Díaz de Arcaute (1845-1910). En la parte vieja descubro un magnifico lienzo de Jose Garnelo y Alda, 1866-1944. Se titula “Escuela Dalcroze Helerau”, de 1922, y presenta a un conjunto de bailarinas danzando de forma aparentemente desordenada mientras otras observan la acción desde una pequeña grada. Sigo con los enormes cuadros de Ignacio Díaz de Olano, 1860-1937, costumbristas y coloridos. Me quedo con “Restaurante”, de 1897. Magnifico retablo de la época, de esa y de todas. Dos mesas acogen a tres personas elegantes y a un perro, a resguardo del frío que parece reinar afuera. Tras la ventana, dos figuras se difuminan, una joven madre y su hija o dos hermanas quizás. La mayor observa el lujo, sin mirarlo de frente, y la aparente felicidad que reina dentro. Y acabo con la pintura que marca la tarde. Una sala exhibe tres enormes cuadros, uno de ellos se llama “Nosotros” y presenta a la familia del pintor, Elías Salaverría, 1882-1952. El cuadro es de 1915 y muestra a siete personas.  Padres y hermanos. Sólo el padre sonríe. La madre baja la cabeza. Gestos serios en los hijos; el protagonista es el pintor que parece enfocarnos e interrogarnos con su mirada dentro de un rostro pálido. Espectacular. Sólo una curiosidad, el pintor falleció mientras restauraba los frescos de la cúpula de San Francisco el Grande de Madrid. Abandono el museo una hora después, nuevos visitantes cruzan la puerta giratoria. La tarde se presenta plácida y los primeros caminantes buscan la sombra.

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