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san miguel
Acompaño a mi madre a misa, en San Miguel, las 12 y
30. Muchas veces he estado ahí en esa hora, muchos domingos. No en agosto. Se
está bien, fresco. El sol asciende poco a poco. Llegamos pronto y el templo
está oscuro. Se va iluminando poco a poco. Intento llegar al retablo con mis
ojos. De tres cuerpos. Intento pulir detalles de la magnífica obra de Gregorio
Fernández. Hablamos de la primera parte del siglo diecisiete. Destaca el San
Sebastián. Una Inmaculada preside y encima el San Miguel. Mirar sin ver, tantas
veces. El calvario parece desproporcionado. El Cristo aparenta delgado. Quizás
sea un problema visual. Contiene una pintura en la pared, a su vera, es un
rostro. No encuentro detalles en la red. Mientras sigo paseando por el frontal
el sacerdote desgrana una homilía comprometida e interrogante. Compartir, vivir
en comunidad, abrir la puerta al prójimo, misericordia, en una palabra. No sé
el efecto que causa en la ya madura audiencia. Se llenan los pasillos en el
momento de la comunión. Suenan notas de un órgano. Las luces se apagarán cuando
salgamos y se hará la penumbra. Salimos y paseamos los arquillos para bajar al
Toloño, bar de poteo de mayores de toda la vida, hoy reconvertido en templo de
pinchos de diseño. Seguimos el paseo hasta casa, lento y calmado, en mediodía
de pausa tras fiestas, con terrazas semi vacías y turistas diseminados.
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