sábado, 17 de agosto de 2013

san miguel


Acompaño a mi madre a misa, en San Miguel, las 12 y 30. Muchas veces he estado ahí en esa hora, muchos domingos. No en agosto. Se está bien, fresco. El sol asciende poco a poco. Llegamos pronto y el templo está oscuro. Se va iluminando poco a poco. Intento llegar al retablo con mis ojos. De tres cuerpos. Intento pulir detalles de la magnífica obra de Gregorio Fernández. Hablamos de la primera parte del siglo diecisiete. Destaca el San Sebastián. Una Inmaculada preside y encima el San Miguel. Mirar sin ver, tantas veces. El calvario parece desproporcionado. El Cristo aparenta delgado. Quizás sea un problema visual. Contiene una pintura en la pared, a su vera, es un rostro. No encuentro detalles en la red. Mientras sigo paseando por el frontal el sacerdote desgrana una homilía comprometida e interrogante. Compartir, vivir en comunidad, abrir la puerta al prójimo, misericordia, en una palabra. No sé el efecto que causa en la ya madura audiencia. Se llenan los pasillos en el momento de la comunión. Suenan notas de un órgano. Las luces se apagarán cuando salgamos y se hará la penumbra. Salimos y paseamos los arquillos para bajar al Toloño, bar de poteo de mayores de toda la vida, hoy reconvertido en templo de pinchos de diseño. Seguimos el paseo hasta casa, lento y calmado, en mediodía de pausa tras fiestas, con terrazas semi vacías y turistas diseminados.

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