Y de repente la forma de
viajar cambió, la libertad de movimientos se desvaneció y el turismo se
convirtió en una extensión de las actividades del hogar primario, y aunque
parezca mentira todo se puede hacer, y se puede disfrutar, aunque de otra
manera, con sillita y pañales, y hasta chupetes, y los horarios se cambian un
poco, y las comidas se adaptan a los horarios de él, del niño de un año, y
ya todo es diferente, hasta el mar, que es enorme y rodea una isla llamada
Lanzarote, allí en Puerto del Carmen, con apartamento con vistas al mar y a la
brisa que a veces azota. Y Mikel conoce el océano Atlántico y se remoja y le
gusta o no, y la piscina también existe, y los paseos de aquí para allá, y el
coche de alquiler para viajar por la isla, con carreteras contadas, con
kilómetros que se acaban, porque una isla no deja de ser algo pequeño,
limitado, pero el auto permite disfrutar de una cena en algún sitio del
interior y deleitarse con el mojo verde y el rojo, mientras el aprendiz de
viajero duerme o mira o llora, o simplemente espera su momento de comer. Y así
nos llegamos a ver esos puntos que salen en todas las guías de viaje, como los
Jameos del agua, o la Cueva de los verdes, acción de la naturaleza volcánica
y convertida en espacio cultural con la colaboración de César Manrique. Y de
ahí a Timanfaya, 5000 hectáreas de parque lleno de lava solidificada, dicen
que fue en el siglo XVIII, seis años de erupción dejaron este paisaje por
el que discurren camellos y personas, y donde se exhibe cómo freír un huevo en
algún punto de esa tierra que quema por dentro. Mikel no se enteraría de mucho,
nosotros sí, pero sobre todo de él, y de sus cosas, y de su sueño, y de su
risa, y de su descubrir, y de todo, en fin, lo normal, sólo que allá lejos, en
tierra caliente que lucha contra el mar que rompe contra los fariones.
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