Tras el parón provocado
por los mellizos y su locura llegaron las vacaciones del 97, y ya las cosas
habían cambiado aún más, tanto que ya éramos cinco, ya Mikel tenía cuatro años
y Eduardo y Ander dos cada uno, un total de ocho años de vida, solapados y
llenos de todo, hágase usted a la idea, y con ganas de intentarlo llenamos el
coche y elegimos Cullera, por eso del mar y por eso de la playa, y por eso del
recuerdo que me ligaba a sus playas y calles de verano. Y bueno, pudo ser
mejor, la quincena se hizo larga y la acortamos, la extensión del hogar no era
igual hacerla con un niño que con tres, y es que la linealidad no existe en el
incremento de la natalidad, y aparece lo exponencial, y el cansancio toma forma
de curva con el trabajo y con el calor, y con la humedad, y no, no es lo mismo,
no era lo esperado, las expectativas se difuminan, la felicidad se hace
esquiva, la tranquilidad desaparece y todo parece complicarse, y se echa de
menos el tener todo a mano o una mano que preste ayuda y todo quedó en
suspenso, hasta el año siguiente. Aún y todo, el afán de conocimiento nos llevó
a visitar algún punto de la zona, como Xátiva, patria de José de Ribera, el
Españoleto, conjunto histórico de imponente y bastante bien conservado castillo
o castell, y que por cierto fue arrasada por las tropas de Felipe V, por eso,
el museo de la ciudad exhibe el retrato del monarca cabeza abajo, y así, más
abajo que arriba transcurrió el agridulce intento de empezar a vivir en
comunidad en grupo de a cinco fuera de unas paredes conocidas.
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