
Es tomar el coche en el aeropuerto, incorporarse al tráfico y quedar sumergido
en la maraña de vías que van y vienen, y hasta quedar atrapado en atascos, que
los hay como en todos sitios, con carteles de color verde por todos lados, que
indican salidas y rutas, en circulación reposada la mayoría de las veces, se
conduce sin prisa allá, se puede hasta disfrutar y no se pisa al compañero de
vía. Todo se confunde en la zona al sur de SF, me refiero a los límites
urbanos, no hay campo entre medias de los núcleos de población y comercio que
llenan el terreno surcado por avenidas y calles. Desde Sunnyvale a Santa Clara,
pasando por Cupertino y volviendo por Mountain View a San José, que es la
capital del Silicon Valley. Fundado como Pueblo de San José de Guadalupe, allá
por 1777, servía de lugar para plantaciones y ganaderías que abastecían a los
campamentos militares cercanos. Hoy, o más bien hace muchos años, el ganado
dejó paso a un negocio más floreciente y las grandes compañías de
microprocesadores y ordenadores del planeta tienen aquí sus cuarteles
generales. Al sol de California creció una industria que inventó el
microprocesador, aquello que tecnifica el mundo, presentes en tantos aparatos
que nos sorprenderíamos, algunos los manejamos ahora, otros nos manejan, nuestros
hijos y nosotros nos entretenemos,
todo
eso cambió el mundo y el valle, riqueza para muchos.
Parece un contrasentido que en esta ciudad,
que fue la primera capital del estado de California, haya un guiño al pasado
tan remoto como el de los faraones, y que albergue el museo egipcio
Rosicrucian, de arquitectura inspirada en el templo de Amon. Fue fundado por
Harvey Spencer Lewis, pilar igualmente de la orden Rosicrucian de San Jose, u
orden Rosacruz, dedicada a la investigación, estudio y aplicación práctica
de enseñanzas espirituales, esotéricas y místicas. Lo místico en compañía del
pragmatismo que nos acompaña, signo de los tiempos, cambiantes y equívocos,
llenos a pesar de todo de supersticiones, como la que llevó a nuestra siguiente
protagonista a entregar su vida al temor de los espíritus. Sarah L.Winchester
casó en 1862 con el único hijo del creador de la empresa que fabricaba los
famosos rifles Winchester. Perdieron a su única hija en el 66 y el marido
falleció en el 81. Con el 50% de la compañía en su poder y convencida por un médium
de que la única posibilidad de apaciguar los espíritus de aquellos muertos
por el "rifle que conquistó el oeste" era construir una mansión, pero
sin parar, puso manos a la obra y pasó los últimos 38 años de su vida
enfrascada en una casa que nunca tenía fin, con turnos de trabajo que cubrían
las 24 horas, con excentricidades derivadas de esa obsesión, como las escaleras
que no llevan a ninguna parte o las puertas que se abren al vacío, o su empecinamiento
con el número 13, como las 13 palmeras del jardín, o las 13 veces que la señora
Winchester firmó su testamento. A su muerte la construcción paró por fin y ya
los espíritus no tuvieron a quién molestar. Llamada la Winchester Mistery
House hoy es una atracción turística en San José y alberga una de las mayores
colecciones de rifles de la costa oeste. Y para finalizar, recuerden que todo
empezó por el silicio, ese elemento químico que se representa en la tabla
periódica con la afirmación castellana universal.
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