lunes, 1 de octubre de 2012

viajes de antaño



Navegar el mundo en sentido literal fue un sueño para mí en mis inicios. Creo que llegados a este punto no lo realizaré. Y el mar se escapó como forma de vida, o más bien, la deseché, y también como hobby, y sólo quedan visiones y miradas a costas y olas que siguen provocando en mí un no sé qué, esa llamada de algo desconocido, que te seduce pero a lo que vuelves la espalda, y es que cada cosa tiene su tiempo. Y navegar el mundo sin pisar puertos, que sí aeropuertos, estaciones y carreteras se convirtió en algo necesario sin saber cómo. Y si pudiera elegir algo ahora me convertiría en viajero, un modo de vida, a imagen de los ricos o de los aventureros, o de los que abandonaron el estándar, sin prisas ni horarios, con coche y gasolina, o con alas que surcan océanos. Y el viajero, en mi caso, nunca se acostumbró a viajar sólo, que lo hice y mucho, por motivos de trabajo, pero la soledad la llevo mal, y cenar al amparo de mi única sombra se convierte casi en suplicio. Nunca intenté, o casi, este placer de visitar en soledad, sólo excepcionalmente, y por motivos laborales otra vez. Será que me acostumbré a lo bueno, y viajé en familia, de pequeño, y viajé con amigos, ya más tarde, y llegó un momento, hace ya más de 22 años que el viaje empezó en forma de dos, luego se amplió, a tres, luego a cinco, y llegó la locura, y todo pasa, y vuelven los dos. Y ahora recuerdo aquel primer gran viaje, y digo primer porque eran tiempos diferentes, que no mejores o peores, diferentes, y se viajaba en pareja cuando la boda sentaba las primeras bases de algo. Y ese algo daba paso a todo lo demás, y la ventana se abrió en un porvenir también indefinido. Siempre es difícil elegir compañero/a de viaje. Y aplíquese al viaje de la vida o al del camino. Aquel fue el primero, el de bodas, o luna de miel, y el recuerdo aún permanece. Y es bueno en la memoria, lo digo como adjetivo, y esa calificación lleva a querer más, y hay restricciones, hay dinero, o no lo hay, hay niños, hay de todo, pero queda, quedó, la semilla del movimiento, del conocimiento, del buscar qué hay ahí detrás de esas montañas o de esos mares, la necesidad de descubrir algo diferente. Y en eso, mi compañera de viaje y yo debemos parecernos, o nos compenetramos, o llámelo usted cómo quiera, y después de incontables castillos, monasterios, iglesias y senderos quedan todavía otros tantos. Durante aquel primer viaje, en un día caluroso de Mayo, conduciendo por el estado de Pennsylvania, me dormí al volante. El desenlace fue feliz, fue un instante y ella me despertó o me sacó del sopor y pude enderezar el coche. No creo en nada de esos destinos asignados, más bien el azar me llevó y ella me trajo, y tampoco creo en premoniciones, pero el viaje continuó y sigue y suma, y ayer volvimos otra vez de uno de ellos, y seguirá, así, tras badenes y rutas, a merced del azar, desde aires y raíles, en busca de todo y de nada, de nada preciso, de un todo indefinido, ahora bien, sin ella todo esto no tendría sentido. Y a veces, basta una mano enlazada a la otra para que el círculo se cierre.

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