Navegar el mundo en sentido literal fue un sueño para mí en
mis inicios. Creo que llegados a este punto no lo realizaré. Y el mar se escapó
como forma de vida, o más bien, la deseché, y también como hobby, y sólo quedan
visiones y miradas a costas y olas que siguen provocando en mí un no sé qué, esa
llamada de algo desconocido, que te seduce pero a lo que vuelves la espalda, y
es que cada cosa tiene su tiempo. Y navegar el mundo sin pisar puertos, que sí
aeropuertos, estaciones y carreteras se convirtió en algo necesario sin saber
cómo. Y si pudiera elegir algo ahora me convertiría en viajero, un modo de
vida, a imagen de los ricos o de los aventureros, o de los que abandonaron el estándar,
sin prisas ni horarios, con coche y gasolina, o con alas que surcan océanos. Y
el viajero, en mi caso, nunca se acostumbró a viajar sólo, que lo hice y mucho,
por motivos de trabajo, pero la soledad la llevo mal, y cenar al amparo de mi
única sombra se convierte casi en suplicio. Nunca intenté, o casi, este placer
de visitar en soledad, sólo excepcionalmente, y por motivos laborales otra vez. Será
que me acostumbré a lo bueno, y viajé en familia, de pequeño, y viajé con
amigos, ya más tarde, y llegó un momento, hace ya más de 22 años que el viaje
empezó en forma de dos, luego se amplió, a tres, luego a cinco, y llegó la
locura, y todo pasa, y vuelven los dos. Y ahora recuerdo aquel primer gran
viaje, y digo primer porque eran tiempos diferentes, que no mejores o peores,
diferentes, y se viajaba en pareja cuando la boda sentaba las primeras bases de
algo. Y ese algo daba paso a todo lo demás, y la ventana se abrió en un
porvenir también indefinido. Siempre es difícil elegir compañero/a de viaje. Y aplíquese
al viaje de la vida o al del camino. Aquel fue el primero, el de bodas, o luna
de miel, y el recuerdo aún permanece. Y es bueno en la memoria, lo digo como adjetivo, y esa
calificación lleva a querer más, y hay restricciones, hay dinero, o no lo hay,
hay niños, hay de todo, pero queda, quedó, la semilla del movimiento, del
conocimiento, del buscar qué hay ahí detrás de esas montañas o de esos mares, la
necesidad de descubrir algo diferente. Y en eso, mi compañera de viaje y yo
debemos parecernos, o nos compenetramos, o llámelo usted cómo quiera, y después
de incontables castillos, monasterios, iglesias y senderos quedan todavía otros
tantos. Durante aquel primer viaje, en un día caluroso de Mayo, conduciendo por el
estado de Pennsylvania, me dormí al volante. El desenlace fue feliz, fue un
instante y ella me despertó o me sacó del sopor y pude enderezar el coche. No
creo en nada de esos destinos asignados, más bien el azar me llevó y ella me
trajo, y tampoco creo en premoniciones, pero el viaje continuó y sigue y suma,
y ayer volvimos otra vez de uno de ellos, y seguirá, así, tras badenes y rutas,
a merced del azar, desde aires y raíles, en busca de todo y de nada, de nada
preciso, de un todo indefinido, ahora bien, sin ella todo esto no tendría
sentido. Y a veces, basta una mano enlazada a la otra para que el círculo se
cierre.
lunes, 1 de octubre de 2012
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