Es la ciudad encantada todo menos ciudad; en plena serranía
de Cuenca, su acceso es virado y lleno de parajes verdes y se llega a ella tras
parar en el ventano del diablo o mirador sobre el Júcar que alberga a visitantes
y al vendedor de cerámica llena de colores. Los caprichos de los años, que no
se cuentan con dedos, han hecho que en medio de la nada surjan formas de piedra
a las que alguien dio nombre hace ya tiempo y por ello la visita da para ver
barcos varados en la hierba u enormes setas u hongos, frágiles en base y que
quizás desaparecerán dentro de otro de esos periodos de años en los que los
geólogos miden su trabajo. De repente aparece una cara de hombre, un puente,
focas, pasadizos, mares de agua, luchas entre animales gigantes y escenarios
teatrales. Son noventa minutos de paseo, más o menos, tres euros, sol, diez
grados a la sombra, algún banco para el reposo, y de propina, si se quiere, se
puede acercar uno al mirador de Uña, son tres kilómetros, ida y vuelta, desde
donde la panorámica visión añade más belleza, todavía más, a la anterior ciudad
de piedras sin ruido.
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