Las placas son doradas y están integradas en el asfalto
para que nadie las pueda arrancar y el recuerdo se haga eterno, y se orientan
hacia los espacios donde habitaban y de donde fueron sacados para ser
deportados al infierno los miembros de la comunidad judía. Cada placa muestra
el nombre, año de nacimiento y destino, y los nombres finales son conocidos por
todos, nombres que suenan a devastación. Es el barrio judío de Berlín, y aparte
de estas señales de la memoria colectiva existen otras, como las que se suceden
a lo largo de la pared interna de una casa, que da a una especie de patio, donde
las placas recuerdan el espacio que ocupaban familias deportadas, todos los
pisos albergaban víctimas. Y llegamos al número 29 de esa misma calle, la Grobe
Hamburger, que parece el escenario de
una película de guerra. Al lado de la Iglesia de Santa Sofía, este edificio
muestra los impactos de cientos o miles de proyectiles. Sólo las ventanas se
repararon, el resto de la piedra muestra impactos de diferentes diámetros, abajo
y arriba, por el frontal y por el lateral, el recuerdo de las balas que no
alcanzaron su destino. La calle es estrecha, tan estrecha que uno no puede por
menos de pensar en el miedo que traspasaba umbrales de portales y ventanas para
colarse por rendijas, miedo del silencio o de los gritos, acaso conocidos,
acaso familiares.
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