Ya sé que no es suficiente, son sólo bosquejos,
apuntes y pequeñas impresiones de ocho días de vida en Berlin, pero algo es. El
barrio donde habitamos rebosa ambiente de juventud ya crecida, que no adolescente,
en busca de cena y de locales de diversión. Las botellas se llevan en la mano y
el entorno de la estación de tren que desemboca en la zona se llena de gente.
El suelo se puebla de chapas y hasta de cristales de botellas perdidas,
abandonadas o estampadas. El barrio destila un algo de informalidad, no hay
fachada. Los jardines parecen a merced de la naturaleza y no hay bordes
delimitados ni cuidados especiales. Vista desde arriba la estación es una pequeña
caseta de obra, los aledaños muestran esa mezcla de plásticos y botellas que
ensucian la vista. El metro no es profundo, debido al tipo de suelo sobre el
que está construida la ciudad, las escaleras mecánicas no son necesarias y el
aire acondicionado no existe. A todo esto se suma una decoración vintage, a
modo de azulejos verdes que podrían necesitar un cambio según un estudio de imagen.
Pero este concepto no parece existir y lo que importa es que los trenes, aunque
viejos, funcionen, lleguen a su hora, y la frecuencia sea la adecuada. Y el
trabajo se hace de puertas adentro y no con vistas a la galería. Esta
austeridad puede explicar el por qué de unas cuentas públicas saneadas, a diferencia
de nuestro país donde todo se hizo a lo grande, fachada, decorado, gastar era
gratis. Por cierto, sacamos un abono de transporte para siete días, cinco
personas y descubrimos que no existen los tornos en el metro, tren, tranvía o autobús.
Existen las multas en caso de viajar sin billete, pero por encima de todo
existe la responsabilidad. En fin, otra diferencia, cuestión de cartón piedra y
de conciencia social.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario