domingo, 24 de abril de 2011

anormal

“Resignarse es una cobardía, es el sentimiento que justifica el abandono de aquello por lo cual vale la pena luchar, es, de alguna manera, una indignidad”
(Ernesto Sabato)
Definitivamente, este país está lleno de anormales. Pongamos nombre. El primero soy yo, que viaja en estos cuatro días de vacaciones, cogiendo coche y rumbo norte, nacional 1, no cualquier carretera comarcal, sino la que une el centro con el norte peninsular. Y sin saberlo ni quererlo, me encuentro de repente en lenta procesión, a más de 100 km. de Madrid, sin capuchas, ni cristos ni vírgenes a la espalda, inmerso en atascos kilométricos, no por culpa del volumen de tráfico, sino de unas obras que reducen el número de carriles al mínimo posible, recordando los gloriosos años de la aventura de viajar en automóvil. Trabajos que empezaron hace ya muchos meses, allá por el 2010 y no se acaban. Y nadie avisa ni propone alternativas. Prefiero no juzgar la falta de planificación. Ni los boletines horarios informarán porque los atascos sólo afectan a las entradas y salidas de las grandes ciudades y la meseta castellana está huérfana de cámaras, de helicópteros y casi hasta de Guardia Civil. Por no hablar de la orfandad de la señalización de tales obras, mejor no pasar de noche. Y me califico a mí mismo de anormal porque anormal es no poner el grito en el cielo por este tipo de cosas, anormal es no pararse e increpar al guardia único o al muñeco que señaliza obras con cabeza de plástico, casco de obra y banderín rojo alicaído a merced del viento. Interminable el rosario de coches en los días de máxima concentración de tráfico del año para unas obras que algún día acabarán, y entonces aparecerá la siguiente especie, cuarenta anormales con coches oficiales, que tomarán vino español a cuenta del erario público tras cortar una cinta con los colores de la enseña nacional, y regresarán a sus casas, satisfechos y orondos, contentos por el deber cumplido. Y el calificativo les viene porque anormal es que la autocrítica no exista o que un mínimo de vergüenza no sonroje algún rostro que otro. En estos tiempos donde el libro Indignación de Stéphane Hessel bate records de venta, yo voy a releer a Ernesto Sabato, también anciano, que ya hace 11 años escribió en esa línea de encontrar salidas para los futuros inciertos, incertidumbre debida a las trampas en las que todos o casi todos caemos, pobres ufanos, almas cándidas o simples y apáticos ciudadanos.

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