sábado, 1 de noviembre de 2008

pensión amor

Generalizar siempre es injusto, así que me centraré en adjetivar mi experiencia en el mundo de las pensiones: triste. Una pensión era un lugar donde uno dormía, estudiaba y a veces pasaba días casi enteros con contacto con el mundo vía radio o televisión en blanco y negro, donde los vecinos, esos que molestaban a veces, existían, pero de los que se desconocía hasta el nombre, donde el baño común era tomado al asalto, cual conquista medieval, mientras los perdedores permanecían al acecho atentos a escuchar el ruido del cerrojo liberador. Uno encontraba la vida fuera de las cuatro paredes, grandes o pequeñas, y buscaba desesperadamente el calor de unos amigos cercanos o la soledad compartida de las bulliciosas calles.
A veces, me entra la sensación como padre, de que la casa se transforma en una pensión, en la cual, las puertas se cierran, los niños entran y salen, como Pedro por su casa, olvidándose a veces de los obligatorios, amorosos o corteses besos de hola y adios. Donde la cocina no se cierra nunca, porque los turnos se suceden, y donde a veces las palabras no fluyen, vaya usted a saber la razón. A todo ello, viene a sumarse, esa moda, que ya ha cumplido unos años, de crear centros tecnológicos en cada dormitorio. El salón o la cocina van perdiendo su función de hogar, alrededor de un fuego que calienta, donde todos los miembros de ese grupo social comparten mantel, calor o frío, donde el amor se desliza entre meses y semanas, y las habitaciones se transforman en islas independientes donde la televisión, el pc y otros artilugios permiten que el niño, joven o adolescente no sea visto más que en cruces ocasionales por un pasillo que conduce a baños ya no comunes. ¿Bueno o malo? La falta de comunicación nunca es buena y entre islas sólo vale tomar avión o barco para abordarlas. A veces da pereza, y también a veces, cuando uno llega, da la impresión de que esas puertas cerradas de nuestros pasillos pesan más cada día.

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