No reconocerme en el espejo, se va el
pelo, la barba, otra persona, me dice ella. La misma, afirmo yo. Sólo son capas
o corazas que esconden mis células, huérfanas de luz y aire, de ese frescor de
la mañana que antes era gratuito. Y mientras, nuestra clase gobernante y
política se enzarza en busca de réditos. Con los muertos calientes, qué
mezquina es la oposición. Vuelvo a Azaña, silencio por favor, para que el país
estudie, aprenda, se organice, que merezca la pena ser científico,
investigador, que aprendamos para tapar nuestra mísera incultura y nuestras
bocas vociferantes que sólo esconden la falta de argumentos, de conocimiento. Un
poco de humildad, por favor. Por eso pinto a alguien con gesto enfadado, y nada
más, a recluirme en el arte, en todas sus facetas. A trabajar y a refugiarme en
minutos de ocio que pueden hacerme no pensar, nunca olvidar.
¿Se renuevan mis células si no me acompaña
el descanso? No puedo afirmarlo, pero aún cansado acabo el dibujo de Sorolla
donde dos niños mantienen la distancia social para enamorarse por primera vez. O
acabo el libro Ohio, que me gusta mucho. O veo La Virgen de Agosto, una
película con minutos finales magníficos al borde de un viaducto madrileño de
vértigo.
Nevó y no se suspendieron las clases ni
pudimos hacer muñecos de nieve blanca. Si dijera que qué día más bonito nadie
me entendería. Y no saben que aguanté hasta que se puso a llover para bajar la
basura, para mojarme, para sentir el agua caer sobre mí. Y empezar Abril, y
recordar una furgoneta repleta donde cabían tres vidas y la antesala de otras
dos. Con la casa a cuestas, más desnudos de equipaje que ahora. Con coches de
época pasada, como los escasos que salen en Muerte de un ciclista, película que
muestra un Madrid oscuro, del año 1955, al que se llegaba por carreteras sin
arcén y donde todo estaba atado, aunque no lo suficiente para negar la pasión y
la tragedia.
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