En Gijón domina la playa de San Lorenzo. Todo gira en
torno a ella o mejor dicho en esa media luna que forma. Allá se anda, pasea o
se toma la bici, para dejarla atrás y continuar. Decía Jovellanos que la vista es
magnífica, tenía razón, la del mar siempre lo es. Allá vienen las multitudes
del Molinón de vuelta a casa, con camisetas y bufandas, cabizbajas porque el
Sporting no ganó. Que no se olviden de mirar al mar a su derecha, que siempre
templa los ánimos. Ruido de olas, playa preciosa, de mareas que suben y bajan,
de terreno firme para pasear, con perros que pululan fuera de la temporada de
baños. Y el mar que trae tesoros que no valen tanto como la sorpresa que
causan. El frontal de las casas que miran al agua no es perfecto, se rompió la
armonía de antaño, y la estética antigua tampoco se respetó. Miremos al mar
entonces, con costa que no acaba y puede seguir siendo paseada hasta llegar a
la madre del emigrante, preciosa escultura solitaria, donde no hay adiós sino
esperanza. Y podemos seguir andando y encontrar recovecos donde sentarse o
bajar a las calas de piedras sueltas y arenas donde hay parejas que se esconden
o gente que busca el descanso. Se aprovecha cualquier resquicio y plataforma
para transformarlo en solarium. Todo Gijón mira al mar y fuera de él es una
ciudad de barrio viejo, Cimavilla, un tanto abandonado, de cuestas y piedras,
al refugio del viento. Gaspar Melchor de Jovellanos da nombre a plaza, sus
restos cerca, en una capilla pequeña vinculada al antiguo hospital de
peregrinos, presidida por la Virgen de los Remedios. Todo virtudes y talento el
ilustre gijonés. También los hay, barrios más modernos con la peatonal vía
llena de tiendas y comercios. Alguna iglesia, no muchas, una de ellas
interesante, la Iglesiona, o basílica del Sagrado Corazón, bonitas pinturas en
el techo, realizadas por dos hermanos alemanes, los Immencamp en 1923, encargo
de los jesuítas. La revolución de 1934, la guerra, hicieron daño aquí, en vidas
y en más. Altar improvisado donde los presos nacionales rezaban antes de ser
ejecutados. Se incendian los bancos, se tapona la entrada, destrucción y
sangre. Lo cuenta un profesor que lleva a sus alumnos de excursión. Difícil
mantenerlos interesados. Entre medias comemos en abundancia y muy bien. El
bacalao de Más madera no tiene calificativo pequeño, sublime. En la Gitana no
son comedidos a la hora de repartir. Más cosas, la universidad Laboral parece
interesante arquitectónicamente, pero poco más, iglesia cerrada. Y fuera del
casco urbano hay verdor y carretera hasta Tazones. Uno de esos pueblos llamados
de los más bellos. Tiene poco, color en casas y restaurantes. Quizás el premio
venga porque el mar está batiendo olas o quizás sea porque ahí pisó tierra
española por primera vez Carlos I. imaginamos desembarco, oímos que suena en
una casa el último de la fila, que quiere esconder el ruido, huele a mar,
volvemos. Cenas frugales y espectáculo en el pabellón de deportes, motivo de la
visita. Actúa Bob Dylan. Cuatro músicos le acompañan. Qué decir, emocionante
ver a uno de los padres de la música que conocemos. Profesional, entregado, mayor,
torpe al caminar, toca el piano, de pie o sentado, canta y empuña la armónica,
escalofríos. Yo disfruté. Para mí inolvidable. Se despide con lo que parece un
beso que sale de su boca y que expanden sus manos. No dijo más. O a lo mejor lo
dijo todo con sus canciones, como algún día comentó, letra y música son lo
importante. Difícil reconocer algunos de sus éxitos, Blowing in the wind lleva
violín, más escalofríos, y es más lenta que nunca. Me olvidaba del viento,
constante casi, fuerte también, peina y despeina, y ayuda o no. Viene de allí o
de allá. El mismo viento al que canta Dylan, el que nos trae tantas otras cosas
y respuestas.
sábado, 11 de mayo de 2019
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