miércoles, 12 de octubre de 2016

toro



Hace quince años. Entonces el coche lo aparcamos al lado de una iglesia. No recuerdo cual. Parada temporal para ver la Colegiata. La puerta del conductor contra la pared de piedra. Desconozco el porqué de esa imagen, que puede parecer anodina, que se guarda sin quererlo. Lo demás es bruma. Parada temporal para descansar y seguir camino. Hoy el centro es peatonal. Ellos han crecido. Nosotros también. Bien hecho el que el tráfico se olvide. Los coches se dejan fuera de un centro que bulle en domingo. Terrazas a la sombra del otoño cálido, recién comenzado. Tiempo de aperitivo, o de comida, o de sobremesa. El hotel es el Zaravencia, estrecho, mínimo, hacia la plaza Mayor. Hay banderas. Hay estrellas, tres. Se expande hacia dentro. No sé lo que significa esa palabra y no lo pregunté. Pincho de morcilla de cebolla y sangre. El sol calienta. Aqua es el título dado a la exposición de Las Edades del Hombre. Un clásico ya. Se fomenta la cultura y el turismo. Muchos viajamos y paseamos. Hablamos y callamos. Reímos y también lloramos. Todo cabe en el viaje, en el tiempo. Viajar es maravilloso. El coche que te lleva donde tú quieres y que te ayuda a descubrir. Las carreteras rectas que se extienden. La música que acompaña. También está presente en la Colegiata. Suena pausada y hace que los pasos se relajen, que el ritmo se baje, que no se haga ruido. Escucharla y sentir lo que se ve. Con la penumbra necesaria o con la luz indispensable. Es sobremesa, según el horario. Así que la Colegiata se visita con calma, sin apreturas. La que no se ve porque la exposición todo lo cambia. Se cierran espacios con murales y con mamparas. Se desorienta el espectador que sigue el orden de los números. Por fuera sí, su cimborrio, suspendida al borde del abismo  que lleva al río, el Duero, que hace una curva bajo el puente de piedra. Va camino de las presas, camino de los Arribes, camino del mar. Dice el prologo de la exposición que hay un motivo evangelizador y catequético. Pero que también hay otras lecturas, como la estética. El agua del Duero ahí abajo. El agua como fuente de vida espiritual aquí arriba. A veces la sed es inmensa y sólo sabemos ahogarla con agua. Otras veces la sed nos angustia y no hay forma de olvidarla. El cartel de la exposición no deja lugar a dudas, es imposible atraparla, toda, es el agua que se escapa de las manos. Eduardo Palacios nace en Logroño en 1974. Profesor de dibujo en Ávila. Pinta y esculpe. Sus obras de técnica mixta con bolígrafo en varios tonos se llaman Aqua 1, 2 y 3. Se mezcla el arte sacro con obras modernas. A veces llueve y la nena se refugia bajo la mano protectora y el paraguas de la que podría ser su madre o su abuela. Obra del 80, de Julio Antonio Fernández Argüelles. Se avanza, aparecen paisajes y escenas. También obras del propio templo. El pequeño cuadro titulado El paso del mar Rojo da lugar a una obra que cobra vida. La pantalla muestra la conversión de los protagonistas en refugiados que escapan de la guerra, de los tanques. Los personajes se convierten en actualidad. Alguien ayuda a quién lo necesita. El sepulcro gótico de Alonso Fernández Palomino en un lado. Parece sonreír el que falleciera sin descendencia en 1402. Luego el pórtico de la Majestad. Policromía en la escultura. La obra que define el recinto. Llegan otras obras, importantes, nunca vistas. Monográfico de San Juan Bautista, lienzos y esculturas. El agua como instrumento para llevar la pureza, el bautismo. El agua para lavar la culpa o los pecados. La Virgen embarazada en las alturas, de piedra por dentro y por fuera. Al otro lado el ángel que lleva la buena nueva. Se avanza, una copia colorida de las Bodas de Caná de Gerard David. Paso al relieve. Las figuras mutiladas del lavatorio de los pies hacen la escena inverosímil. La jarra de agua parece flotar. La mano y brazo que deberían ayudar no existe. Vienen de Briviesca, de Santa Clara. Las figuras se interrogan entre sí. Refulgen cráneos y rizos, formas que cobran vida. Terminamos con un calvario. Obra de tío y sobrino, el primero es Juan Ducete el Mozo, el segundo es Sebastián. La Dolorosa suya, el resto del tío. Cambio de tercio, andar unos metros hasta alcanzar la Iglesia del Santo Sepulcro en plena Plaza Mayor. Aquí las obras se juntan en un menor espacio. Sigue el bautismo, como el de San Hipólito. Muchas figuras, serias, en torno a la figura del que recibe el agua. Cacitos, conchas y crismeras. Plata fundida y labrada. Hisopos y acetres. También bronce. Navetas y vinajeras. Llegamos casi al final. Ella, mártir, recoge con esponja y deposita en vasija la sangre de otros mártires. Mirada dulce, Santa Práxedes. El fondo claroscuro. Es un lienzo de Pulzone. Acabando, un San Julián, enorme, de Ricardo Flecha, recién creado, 2016. A la espalda alguien. Impactante. La vida se torna soleada tras la oscuridad de la iglesia. Descanso físico y emocional, para restañar cuerpo y alma.

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