Hasta cinco carriles para viajar a San Francisco, el cielo es azul. Algún
perro asoma la cabeza en coche ajeno. Grandes carteles verdes anuncian salidas
y desvíos. Una sucesión de enrevesados puentes con asfalto estriado deja ver la
silueta de un downtown reconocible. Es domingo, y hará calor. Y la calle que
lleva a los muelles ya parece atascada. Aparcamos en uno de esos sitios al aire
libre donde parece que alguien puso un cartel de parking y podría quitarlo esa
misma noche. Cristales en el suelo. Caminamos los muelles. Despiertan entre
desayunos y tiendas que abren. Suelos regados. Fotos de la bahía. Es imposible
contar el número de leones marinos que habitan en el muelle 39. Se llega a
ellos por el ruido que hacen. Juegan o duermen. O buscan alimento. Quizás se
peleen por el espacio o por las hembras. Se han llegado a ver hasta 1700. Dicen
que llegaron después del terremoto del 89. Me pregunto si buscando seguridad. Allí
deleitan a los humanos que no paramos de hacer fotos de ellos y delante de
ellos. Las gaviotas también miran y parecen posar. También Alcatraz. Varios museos
alrededor. El de máquinas recreativas antiguas o el de buques de guerra como el
submarino Pampanito. El Golden Gate como objetivo. Y por qué no en bici. La alquilamos
y la distancia que se antoja cercana no es tal. El día es espectacular. Calles y
parques albergan caminantes, corredores y usuarios de bici. El puente en la
distancia. Paradas de foto y alguna subida para alcanzar la masa de metal
coloreado. Huele a mar. Se cruza por la parte izquierda, entre el vértigo de la
velocidad de la bici, y el ruido de los coches. Otra experiencia. El océano y
la bahía ahí abajo. El sol que todo lo cubre. Las vistas son reconocibles en la
memoria. Al otro lado un espacio que se ha quedado pequeño para los coches. Todos
quieren hacer la misma foto o parecida. La vista final de puente y ciudad. La brisa
al volver a cruzar disipa el calor. Más gente disfrutando del sol. Pequeños espacios
de arena aprovechados. Reponer fuerzas es obligatorio tras dos horas y medio de
pedaleo. Los muelles dejan olores y vistazos de mariscos. Fishermen’s Grotto
abrió en el año 1935 y fue el primer restaurante en los muelles donde se podía
comer sentado. Fundado por un pescador siciliano ya son cuatro las generaciones
familiares que se vienen ocupando del negocio. Es hora de andar por las calles
cuadriculadas que vistas desde el cielo ofrecen una perfecta programación. Chinatown
conserva sus tiendas de comida con frutas y verduras irreconocibles y sus
bazares gigantescos,sus patos laqueados
colgados y los músicos callejeros que buscan unas monedas. También las busca un
señor que nos saluda y quiere conversar. Ofrece las mejores vistas de la ciudad
desde un hotel donde también hay señoritas que pueden hacer compañía. Se presenta
como guía con un tono pausado y voz escasa. Sigue siendo San Francisco
ciudad donde las calles se convierten en casas de gente. Con carros que se
mueven con pertenencias y con bancos que sirven para dormir a cualquier hora. El contraste de este mundo. Seguimos
caminando y nos llegamos hasta Union Square y alrededores donde bulle el
turismo. Los cable car vienen y van. Parques con arte al aire libre. Tomamos el
coche para subir cuestas imposibles y luego bajarlas o para recorrer la famosa
Lombard Street poblada de jardines, curvas sinuosas y turistas. El día va
quedando atrás. Todo suma para el cansancio de un cuerpo que acumula viajes,
desfases horarios, bicis y andares. SF atrás. Volvemos a los carriles
flanqueados por palmeras.
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