Nada es lo que parece en una estación de tren. Los viajeros no son de
allí, sólo en tránsito, se apean o suben a compartimentos abiertos, cómodos y
luminosos. Están los trabajadores y están los curiosos, los que van a pasar la
tarde, a ver los trenes pasar y a los que en ellos circulan. Me gusta el
tránsito, la temporalidad de una estación, sus idas y venidas. El viaje como
camino para llegar a algo o como camino en sí mismo. La maleta como sinónimo de
aventura. La tarde se espesa en Vitoria y el cielo apunta a negro. Caerá lluvia
dentro de poco y mucha. Mientras, el techo nos protege, debajo los bancos. Sobre
nuestras cabezas nada es lo que parece. Un reloj, y una campana que anunciaría
idas o venidas o llamaría a los rezagados. Hoy es objeto inalcanzable. Al badajo
no se llega. Ni siquiera el viento la hará sonar. Vista desde abajo no es una
campana, es otra cosa. Como todo en suma. Todo según el cristal, el color o el
ángulo con que se mire. La estación sigue su vida. Las manos de pintura no
tapan su edad.
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