
Entramos en la primavera y entramos en
Zamora con nubes y temperatura de entretiempo bajo la voz de Dragó que recita
un hermoso verso de Claudio Rodríguez. Hace ya muchos años que estuvimos aquí. Pero
reconocemos avenida, parque, hostal, calle peatonal. Eran tiempos de niños y
carreras. De altos en otros caminos y de tempos diferentes. Todo envuelto en la
bruma de recuerdos. Es Zamora ciudad monumental, de iglesias presentes por
doquier, que se presentan de improviso, románicas o no, de piedras de
tonalidades claras. La de Santiago tiene tres naves estrechas. La de San Juan
Bautista contiene una preciosa talla de la Virgen de la Soledad, obra del
escultor zamorano Ramón Alvarez (1825-1889). Se suceden los templos, abiertos o
cerrados. Éstos con música de ensayos que traspasan muros. La de la Magdalena
alberga en el altar una pequeña imagen de la titular. Sorprende el calvario que
preside la nave. De aspecto románico es sin embargo obra del siglo XX, con
Cristo hierático. Un yacente, el del dolor, en escorzo y de tonos azulados es
obra ya del XXI, de Jaime Domínguez. En la de San Pedro y San Ildefonso reposan
los restos de éste último y de San Atilano. En una esquina se pasa a un museo
mínimo, cuya iluminación por un euro deja ver un precioso frontal de piedra
dedicado al santo titular. Sólo una sala donde se oye el ruido de una paloma,
escondida de la vista. Ya en la plaza de la Catedral se encuentra también el
museo Baltasar Lobo que presenta algunos dibujos, bocetos y sobre todo las
redondeadas esculturas del artista zamorano. La mujer y la maternidad como
lemas. Formas similares, a veces indefinidas, otras verídicas, pero siempre con
suaves curvas y pulido extenso. En una de esas calles estrechas cuyos vecinos
opuestos casi podrían darse la mano se ubican bares prácticamente seguidos. En uno
de ellos, Los abuelos I, se dedican a la plancha y las tapas son buenas. Para el
café elegimos el Círculo de salón reservado a socios que van llegando poco a
poco ocupando cada uno su mesa junto a la ventana. Será el periódico o el café
su ocupación, además de la contemplación de una calle casi vacía porque la
ciudad descansa al mediodía. Desde el castillo de Doña Urraca se ve el Duero, ahí
a los pies. En el pórtico de la Catedral arroz de colores y pétalos de papel,
las bodas de hoy. La gente invitada, tan gritona como siempre y elegante a su
manera. En la plaza una asociación local celebra el décimo aniversario de los
gigantes que desfilan en las fiestas. Cuatro enormes, esbeltos, y algunos
cabezudos mas cuatro damas y guerreros, mas algunos cortesanos y campesinos. Los
niños se cuentan con dos manos. El público escasea y la capacidad de
convocatoria parece casi ridícula. Quieren grabar un video para celebrar la
efemérides. La vida en provincias va mas despacio. El sol radiante que anuncia
uno no quiere salir y de hecho se irá escondiendo poco a poco. Amaga sólo,
tímido y poco primaveral. Suena Tequila, suena “Salta”, conmigo. Visitamos el
Museo Catedralicio. Con audio guía. Un bonito cuadro enmarcado, Virgen
lactante, anónimo del XVII, está demasiado alto para ser apreciado de verdad. Interesante
la escultura de mármol de Carrara parcialmente policromado que presenta a la
Virgen con niño y San Juanito. Su autor, Bartolomé Ordoñez, (1480-1520),
falleció precisamente en el pueblo italiano que da nombre al mármol. Destaca en
el museo una gran colección de tapices, de los siglos XV y XVI. Hechos con lana
y seda en talleres belgas presentan caras de poca expresividad, pelos caídos y
largos y vistosos ropajes entre vegetaciones. Las miradas al cielo. Ya en la
catedral destaca una pintura mural de San Cristóbal de gran tamaño, que dicen
era invocada para evitar la muerte súbita. Se suceden las capillas que dan
cuerpo a un recinto pequeño en su conjunto. Una talla del XVI, anónima, el
Cristo de las Injurias, procesionará pronto. En un lateral cercano al altar se
expone todo un apostolado en lienzos del XVII que podrían ser obra del italiano
Luchessino. Si la Catedral todavía albergaba algún visitante no será lo mismo
el Museo Diocesano, que se encuentra en la Iglesia de Santo Tomé. Realizamos solos
la visita. Tres obras excepcionales, la joven Inmaculada de Gregorio Fernández,
talla con largo cabello rizado. Y los dos bustos aislados en vitrinas que
presentan al Ecce Homo y a la Dolorosa. Su autor, Pedro de Mena. Pulidos hasta
la extenuación, y de realismo exultante, las lágrimas y la sangre alcanzan esa
casi perfección de la obra acabada a conciencia. Llueve escasamente y el viento
despide al invierno. No se hizo la primavera y los cafés se pueblan. Chocolate con
porras tras el sueño. En Malú, al lado del Mercado de Abastos. Se llena poco a
poco. Día gris y lluvioso. Nadie en las calles, duermen. En el Museo de Bellas
Artes tampoco madrugan mucho. Volvemos a hacer solos una visita. Bello el palacio
del Cordón. Arqueología y artes en varias plantas. De lo antiguo sólo queda la
fachada. El interior todo nuevo. Nerón y Séneca dialogan en escayola, obra de
Eduardo Barrón, 1904. Algunas vitrinas presentan textos, buena idea. Es como si
dejaran escribir al público. Se suceden las esculturas y pinturas. La mejor,
una tabla anónima del XV, un Calvario rebosante de color y dolor. Cruzamos el
puente de piedra bajo la lluvia. El Duero rebosa y hasta genera cascadas,
alguna isla exuberante de vegetación, compuertas en algún punto. Paseos en la
ribera para deportistas o andarines. Hoy pocos. Volveremos un poco mas tarde al
Museo para ver una exposición, fotos y pintura, Un tiempo entre visillos, o
modelos de mujer del siglo XX. Otra vez solos, vemos fotos de fondos familiares
o institucionales, con la inspiración del papel de la mujer en la sociedad del
pasado siglo plasmado en obras de Laforet o Gaite, como Entre visillos y Cuarto
de atrás. Antes de comer en la Iglesia de San Torcuato se oye algarabía. En capilla
aledaña suenan las voces de niños, que de repente rezan, voces uniformadas,
paran, y vuelven los gritos. Y luego salen, final de catequesis, libros en mano.
Gran retablo en el frontal. Para matar el hambre el Bambú presenta unas patatas
bravas difícilmente mejorables. Es la especialidad. Como lo son también los
pinchos morunos a la brasa del Lobo, donde el camarero se desvive en atender
bien a los clientes y en cantar los pedidos ante la sorpresa de los turistas. De
ahí al coche.
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