domingo, 1 de septiembre de 2013

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De Sevilla a Cadiz la llanura se extiende. Campos cultivados o no, desorden a través de las ventanas de un tren de media distancia que para en estaciones que albergan esa soledad ferroviaria, de andén de espera con bancos para varios pero ocupados por individuos únicos que matan el tiempo. Tren con revisor, figura mítica de antaño que pica, garabatea o simplemente mira los billetes. El tren alcanza velocidades de ciento cincuenta kilómetros por hora pero las paradas hacen que el trayecto se dilate mientras el termómetro ya alcanza los 24 y todavía no llegamos a las nueve y media. Y yo me pregunto qué se puede hacer en medio de estos campos a cierta hora del día y en ciertos meses del año, nada salvo alejarse de ellos, refugiarse a la sombra y esperar el paso del tiempo. La próxima parada se llama Las cabezas de San Juan. Buen sitio para dejar pasar la canícula, tapar el reloj, negar la evidencia de los minutos y esperar tiempos mejores. Debe su nombre a la conquista de unos cerros por la orden militar de San Juan de Jerusalén, y famoso porque ahí inició Riego su pronunciamiento, el uno del uno de 1820. Girasoles obedientes a la entrada de Lebrija, ordenados para recibir al sol. Barriadas de adosados aparentemente abandonados a la salida, fruto de unos tiempos de absurda especulación y sueños de lo que no era. Pueblos blancos en la lejanía, surcos en la tierra, perpendiculares a nuestras vías, y la maleza ocupando el resto. El traqueteo invita a dormir pero los móviles despiertan con llamadas y conversaciones. El ser humano, tan preocupado por la intimidad y el rastreo de sus llamadas telefónicas, no se escandaliza al contar su vida en directo, a pleno grito en un tren, o cuando la publica en redes sociales. ¿Inconscientes o conscientes? La intimidad se pierde a voluntad y se recupera a voluntad también. Más girasoles a la entrada de Jerez. Ya en el Puerto de Santa María aparece el agua, atravesamos el Guadalete y múltiples balsas acumulan agua. Y de repente la bahía de Cádiz, agua de mar a derecha y océano a la izquierda, entre dos aguas. Cádiz es blanco a primera vista, hasta que llegamos a la cárcel real, y desde ahí el mar lo vuelve todo azul. Parece una ciudad menos arreglada, más antigua. Entramos a la ciudad por calles estrechas y en subida que nos llevan al mercado de abastos, bullicioso y frenético a esas horas, mucha fruta y pescado, buenos precios. Pasamos por el Hospital de Mujeres, edificio del XVIII, con un patio que se abre a la luz, su estado de conservación no es bueno, se siente decadente, quizás auténtico. El museo de las Cortes de Cádiz es historia viva de este país y está repleto de pinturas, maquetas y documentos de la época. Pasamos por la Iglesia del Santo Angel, comienzo de pasos procesionales como el Cristo de la Expiración y María Santísima de la Victoria. Un cartel sorprende, comunicación cristiana de bienes, y apunta a un banco con tapa, abierto y que  recoge alimentos. Seguimos paseando a la sombra y nos llegamos a la playa de la caleta, pequeña y evocada por Carlos Cano, desde ahí visitamos el castillo de Santa Catalina con formas que evocan la arquitectura colonial o de misiones con palmeras diseminadas. Sus salas albergan arte contemporáneo. Muy cercano aparece un imponente edificio, el antiguo Hospicio, con ventanas cerradas y patios de viejas canastas. Edificio del siglo XVIII, proyecto de hotel actual no concretado. Nos acercamos al barrio de la viña buscando comida y topamos con un mosaico en la pared que habla del maremoto del 1 de noviembre de 1755, al lado de la Iglesia de Nuestra Señora de la Palma y de cómo se pararon las aguas bajo el grito de un fraile capuchino. Comemos en el Mesón Criollo. Bien atendidos y servidos por un amable camarero que nos ofrece ortiguillas, un bicho marino cuyo aspecto original se esconde en un rebozado, unos chanquetes venidos de China, poco gustosos y unos excepcionales platos de cazón y atún de almadraba, para no olvidar. De postre un pionono, o brazo gitano, al estilo argentino. Paseamos por el Parque Genovés donde se encuentra la estatua dedicada a la Duquesa de la Victoria, dama acomodada que abandonó su vida fácil para dedicarse al cuidado de los enfermos y heridos de la guerra de Marruecos. La plaza de San Antonio muestra el sol sobre las casas, blancas y de tonalidades pálidas, crema, salmón y amarillo. Descansamos un rato a la sombra y continuamos hasta la Plaza de España donde se encuentra el Monumento a las Cortes de Aniceto Marinas. Las callejuelas se vuelven estrechas y parece concentrarse el calor. La iglesia de Santa Cruz o Catedral Vieja es objeto en su interior de sesión fotográfica donde varias personas fotografían imágenes con trípode. Una de ellas es una virgen de luto riguroso, totalmente vestida de negro, que se encuentra debajo de un calvario. El museo diocesano, adyacente, no puede presentar una pared más blanca,  ciega los ojos en esa hora de la tarde. Cuando cae el sol la ciudad parece recobrar vida. Una plaza se llena de niños de tres o cuatro años con motos a modo de corre pasillos que hacen carreras con padres pendientes de organizar juegos y otras cosas. El juego libre pierde la iniciativa a favor del dirigismo o del teledirigismo según las órdenes se impartan sentado o a cierta distancia o convirtiéndose en sombra de niño. Habla la voz de la experiencia que siempre aprende tarde. Suena el órgano potente en la Iglesia de San Francisco, en lo que parece mas una marcha triunfal que una canción de templo. Aparecen los panes bendecidos en la festividad de San Antonio y se venden en colecta para los mas necesitados. Nos acercamos también hasta el Museo Provincial de la Diputación donde artistas del pueblo de Ubrique exponen sus obras alrededor del claustro. Y en la sala de exposiciones de Unicaja, rápida visita a la obra de Pedro Saenz, artista malagueño del diecinueve, destaca su obra El columpio. Es hora de volver a Sevilla, de nuevo al tren. Llegamos a una ciudad que cena en la calle evitando el calor. En el bar La centuria una señora en silla de ruedas no quiere que le pongan inyecciones ahí a la vista de todos. Sus cuidadoras sonríen y ella calla mientras come caracoles.

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