
De Sevilla a Cadiz la llanura se extiende. Campos
cultivados o no, desorden a través de las ventanas de un tren de media
distancia que para en estaciones que albergan esa soledad ferroviaria, de andén
de espera con bancos para varios pero ocupados por individuos únicos que matan
el tiempo. Tren con revisor, figura mítica de antaño que pica, garabatea o
simplemente mira los billetes. El tren alcanza velocidades de ciento cincuenta
kilómetros por hora pero las paradas hacen que el trayecto se dilate mientras
el termómetro ya alcanza los 24 y todavía no llegamos a las nueve y media. Y yo
me pregunto qué se puede hacer en medio de estos campos a cierta hora del día y
en ciertos meses del año, nada salvo alejarse de ellos, refugiarse a la sombra
y esperar el paso del tiempo. La próxima parada se llama Las cabezas de San
Juan. Buen sitio para dejar pasar la canícula, tapar el reloj, negar la
evidencia de los minutos y esperar tiempos mejores. Debe su nombre a la
conquista de unos cerros por la orden militar de San Juan de Jerusalén, y
famoso porque ahí inició Riego su pronunciamiento, el uno del uno de 1820. Girasoles
obedientes a la entrada de Lebrija, ordenados para recibir al sol. Barriadas de
adosados aparentemente abandonados a la salida, fruto de unos tiempos de
absurda especulación y sueños de lo que no era. Pueblos blancos en la lejanía,
surcos en la tierra, perpendiculares a nuestras vías, y la maleza ocupando el
resto. El traqueteo invita a dormir pero los móviles despiertan con llamadas y
conversaciones. El ser humano, tan preocupado por la intimidad y el rastreo de
sus llamadas telefónicas, no se escandaliza al contar su vida en directo, a
pleno grito en un tren, o cuando la publica en redes sociales. ¿Inconscientes o
conscientes? La intimidad se pierde a voluntad y se recupera a voluntad
también. Más girasoles a la entrada de Jerez. Ya en el Puerto de Santa María
aparece el agua, atravesamos el Guadalete y múltiples balsas acumulan agua. Y
de repente la bahía de Cádiz, agua de mar a derecha y océano a la izquierda,
entre dos aguas. Cádiz es blanco a primera vista, hasta que llegamos a la
cárcel real, y desde ahí el mar lo vuelve todo azul. Parece una ciudad menos
arreglada, más antigua. Entramos a la ciudad por calles estrechas y en subida
que nos llevan al mercado de abastos, bullicioso y frenético a esas horas,
mucha fruta y pescado, buenos precios. Pasamos por el Hospital de Mujeres,
edificio del XVIII, con un patio que se abre a la luz, su estado de
conservación no es bueno, se siente decadente, quizás auténtico. El museo de
las Cortes de Cádiz es historia viva de este país y está repleto de pinturas,
maquetas y documentos de la época. Pasamos por la Iglesia del Santo Angel,
comienzo de pasos procesionales como el Cristo de la Expiración y María Santísima
de la Victoria. Un cartel sorprende, comunicación cristiana de bienes, y apunta
a un banco con tapa, abierto y que recoge alimentos. Seguimos paseando a
la sombra y nos llegamos a la playa de la caleta, pequeña y evocada por Carlos
Cano, desde ahí visitamos el castillo de Santa Catalina con formas que evocan
la arquitectura colonial o de misiones con palmeras diseminadas. Sus salas
albergan arte contemporáneo. Muy cercano aparece un imponente edificio, el
antiguo Hospicio, con ventanas cerradas y patios de viejas canastas. Edificio
del siglo XVIII, proyecto de hotel actual no concretado. Nos acercamos al
barrio de la viña buscando comida y topamos con un mosaico en la pared que
habla del maremoto del 1 de noviembre de 1755, al lado de la Iglesia de Nuestra
Señora de la Palma y de cómo se pararon las aguas bajo el grito de un fraile
capuchino. Comemos en el Mesón Criollo. Bien atendidos y servidos por un amable
camarero que nos ofrece ortiguillas, un bicho marino cuyo aspecto original se
esconde en un rebozado, unos chanquetes venidos de China, poco gustosos y unos
excepcionales platos de cazón y atún de almadraba, para no olvidar. De postre
un pionono, o brazo gitano, al estilo argentino. Paseamos por el Parque Genovés
donde se encuentra la estatua dedicada a la Duquesa de la Victoria, dama
acomodada que abandonó su vida fácil para dedicarse al cuidado de los enfermos
y heridos de la guerra de Marruecos. La plaza de San Antonio muestra el sol
sobre las casas, blancas y de tonalidades pálidas, crema, salmón y amarillo.
Descansamos un rato a la sombra y continuamos hasta la Plaza de España donde se
encuentra el Monumento a las Cortes de Aniceto Marinas. Las callejuelas se
vuelven estrechas y parece concentrarse el calor. La iglesia de Santa Cruz o
Catedral Vieja es objeto en su interior de sesión fotográfica donde varias
personas fotografían imágenes con trípode. Una de ellas es una virgen de luto
riguroso, totalmente vestida de negro, que se encuentra debajo de un calvario.
El museo diocesano, adyacente, no puede presentar una pared más blanca,
ciega los ojos en esa hora de la tarde. Cuando cae el sol la ciudad
parece recobrar vida. Una plaza se llena de niños de tres o cuatro años con motos
a modo de corre pasillos que hacen carreras con padres pendientes de organizar
juegos y otras cosas. El juego libre pierde la iniciativa a favor del dirigismo
o del teledirigismo según las órdenes se impartan sentado o a cierta distancia
o convirtiéndose en sombra de niño. Habla la voz de la experiencia que siempre
aprende tarde. Suena el órgano potente en la Iglesia de San Francisco, en lo
que parece mas una marcha triunfal que una canción de templo. Aparecen los
panes bendecidos en la festividad de San Antonio y se venden en colecta para
los mas necesitados. Nos acercamos también hasta el Museo Provincial de la
Diputación donde artistas del pueblo de Ubrique exponen sus obras alrededor del
claustro. Y en la sala de exposiciones de Unicaja, rápida visita a la obra de
Pedro Saenz, artista malagueño del diecinueve, destaca su obra El columpio. Es
hora de volver a Sevilla, de nuevo al tren. Llegamos a una ciudad que cena en
la calle evitando el calor. En el bar La centuria una señora en silla de ruedas
no quiere que le pongan inyecciones ahí a la vista de todos. Sus cuidadoras
sonríen y ella calla mientras come caracoles.
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