sábado, 17 de agosto de 2013

sevilla-día 3


Encaminamos nuestros pasos a los Alcázares, que como dice el folleto combina arte, historia y cultura en un espacio que admite las inevitables comparaciones con la Alhambra granadina. Salas repletas de hechos históricos como la que alberga la pintura Virgen de los Mareantes, de Alejo Fernández, 1535. Dicen que ante esta imagen rezaban los marinos que emprendían viaje a lo desconocido. Se pasea por entre dormitorios reales y se llega al hermoso patio de las doncellas. Conjunción de estilos acumulados. En un rincón no numerado según la guía el agua se vuelve verde, reflejo de la abundante vegetación. La fuente ya no surte pero el frescor sigue, signo de corrientes que atraviesan galerías y llegan hasta este pequeño mirador donde pasar horas muertas bajo arco de piedra. Se suceden los jardines repletos de palmeras, en forma laberíntica a veces y siempre con fuentes. En el estanque de Mercurio, el agua cae desde la altura, le llaman el chorrón, mientras el dios estatuado permanece impertérrito. Al fondo más palmeras dibujando el cielo. Visitamos a continuación la Catedral, de grandes dimensiones, amplia y de gran altura. La iluminación es inadecuada y las mayorías de las capillas tienen sus verjas cerradas con lo que la visión no es precisamente ideal. Hay obras de Murillo y Zurbarán. Destaca el pendón del libertador de Sevilla, Fernando III (1248) que muestra a leones delgados como parte del escudo. Un par de obras a destacar, el óleo sobre tabla que muestra el descendimiento, del pintor Pedro de Campaña (1547), autor flamenco. Y la talla del Cristo de la Clemencia, de Juan Martínez Montañes, 1603. Una curiosidad, el Calvario con donante, que muestra a aquel que supuestamente dona la obra mirando al artista a la par que forma parte de la pintura orando con las manos juntas. Si hay una obra que atrae la atención del público es la tumba de Colón, llevada a hombros de cuatro gigantes, los dos delanteros portan los escudos de Castilla y León y cabeza erguida. Los dos traseros portan enseñas de Navarra y Aragón y cabeza gacha. Las fotos se suceden. De repente nos vemos envueltos en una explicación en francés de la que me llegan palabras sueltas.  Nos vale para tomar un respiro. El retablo mayor se encuentra en obras y la Giralda cerrada por mantenimiento de campanas con lo que nos perdemos las vistas de altura. Existe también, ya enfilando la salida, un bonito patio de naranjas sin el apreciado fruto. Cansados nos dirigimos al barrio de Santa Cruz y comemos al aire libre en un local que data de 1870, Las Teresas. Allí entona su canto un delgado cantaor que dice “el amor es un juego con su cara y con su cruz”. Razón no le falta. Las calles estrechas se suceden en el barrio y los vericuetos abundan. Descansamos en los jardines de Murillo donde cuatro ejemplares de los árboles de las lianas se bastan y se sobran para dar sombra. Dejaré la visita vespertina al hospital de los venerables en apartado independiente. El día no da para mas, cenamos en Casa Paco, en la alameda de Hércules, al aire libre. El sitio siempre está lleno así que será recomendable, y lo es. El atún con salmorejo se lleva el premio. Paseamos, Sevilla de noche, la vista de Triana desde una orilla del río merece la pena, cruzando el puente la vista de la Giralda también. Ya de vuelta descubrimos en la calle Betis el sitio que ocupó la universidad de mareantes, la institución que formaba a los marineros durante los siglos XVI y XVII. Cercano, un niño muy pequeño juega en su coche con una tableta, demasiado bebé parece para tamaño artilugio. Me pregunto si hará lo mismo que con los sonajeros o peluches, arrojarlo al suelo cuando ya se aburra. Los padres adelantan que es una barbaridad. Y tras largo paseo, el hotel nos recibe, fin de día.

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