sábado, 13 de octubre de 2012

páramos ag-91(4)



Y desde Edimburgo nos vamos dirigiendo hacia las tierras altas, y paramos allá donde se destila el whisky, donde las vacas peludas pastan tranquilamente, y llegamos a Dunkeld, donde su pequeña catedral ofrece información en castellano. Y se suceden las carreteras, con lagos, vacas y conejos, y aparecen las endrinas, el fruto del pacharán, y los campos de frambuesas, los graneros con los tejados redondos, valles llenos de vacas, la estepa escocesa, ovejas que cruzan la carretera porque ese es su camino, y el brezo por doquier. Vemos el paso de Killiecrankie, donde dicen que un soldado hizo el salto imposible huyendo de sus enemigos. Llegamos a Inverness, allí al lado del famoso lago, y llovizna ligeramente y no nos cansamos de preguntar por posada pero es que está todo lleno, así que aparcamos en el parking exterior de un pub en Invergarry,  donde tomamos algo mientras un hombre al acordeón toca el “que Viva España” y los “pajaritos” y algún otro pasodoble. Y tras la noche casi en vela descubrimos el lago Ness tras la niebla y no hay rastro del monstruo, y nos adentramos en barco de turistas, pero nada, sólo agua y vegetación en sus bordes. Un fallo de logística, nos quedamos sin dinero y los cajeros no nos quieren dar más, nos lleva a tener que ir a sitio civilizado, en este caso Aberdeen, donde conseguimos las libras.  A la vuelta nos adentramos en las Highlands y tras páramos surcados por estrechas vías donde de vez en cuando aparece un lugar de paso para que los dos coches que llevan direcciones opuestas se puedan apañar llegamos a John O’Groats, el punto más septentrional de la isla de Gran Bretaña. Y de ahí, en dirección contraria a las agujas del reloj bordeamos la costa, con parajes de ensueño y pequeños lagos. En una de esas acabamos en el hotel Melvich, lugar que aparece de la nada tras una carretera donde se ha hecho de noche y no hay señales de vida humana excepto un pequeño bar donde los moradores parece que se quedaron parados en el tiempo. El hotel es más que acogedor y la chimenea del salón, encendida, brinda una sobremesa para recordar. Todas las  noches de la vida podrían ser como esa. Ahí afuera está oscuro y los habitantes del pequeño establecimiento estamos ajenos al mundo. Siguen cayendo los kilómetros o millas, las carreteras se empinan en algún momento, pendientes de 25%, que suben y bajan para desembocar en playas como la de Clashnessie, de arena rosa. Cruzamos a la isla de Skye en ferry, y el terreno es salvaje y despoblado, donde las cascadas caen directamente al mar y la arena es negra en algunas playas. De vuelta a la gran isla, el viaje prosigue bajando la costa, y se suceden los castillos antes de entrar de nuevo en Inglaterra. Atrás queda Escocia, su costa oeste, lugar de ensueño para los sentidos.

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