Y desde Edimburgo nos vamos dirigiendo hacia las tierras
altas, y paramos allá donde se destila el whisky, donde las vacas peludas
pastan tranquilamente, y llegamos a Dunkeld, donde su pequeña catedral ofrece
información en castellano. Y se suceden las carreteras, con lagos, vacas y
conejos, y aparecen las endrinas, el fruto del pacharán, y los campos de
frambuesas, los graneros con los tejados redondos, valles llenos de vacas, la
estepa escocesa, ovejas que cruzan la carretera porque ese es su camino, y el
brezo por doquier. Vemos el paso de Killiecrankie, donde dicen que un soldado
hizo el salto imposible huyendo de sus enemigos. Llegamos a Inverness, allí al
lado del famoso lago, y llovizna ligeramente y no nos cansamos de preguntar por
posada pero es que está todo lleno, así que aparcamos en el parking exterior de
un pub en Invergarry, donde tomamos algo
mientras un hombre al acordeón toca el “que Viva España” y los “pajaritos” y
algún otro pasodoble. Y tras la noche casi en vela descubrimos el lago Ness
tras la niebla y no hay rastro del monstruo, y nos adentramos en barco de
turistas, pero nada, sólo agua y vegetación en sus bordes. Un fallo de
logística, nos quedamos sin dinero y los cajeros no nos quieren dar más, nos
lleva a tener que ir a sitio civilizado, en este caso Aberdeen, donde conseguimos
las libras. A la vuelta nos adentramos
en las Highlands y tras páramos surcados por estrechas vías donde de vez en
cuando aparece un lugar de paso para que los dos coches que llevan direcciones
opuestas se puedan apañar llegamos a John O’Groats, el punto más septentrional
de la isla de Gran Bretaña. Y de ahí, en dirección contraria a las agujas del
reloj bordeamos la costa, con parajes de ensueño y pequeños lagos. En una de
esas acabamos en el hotel Melvich, lugar que aparece de la nada tras una
carretera donde se ha hecho de noche y no hay señales de vida humana excepto un
pequeño bar donde los moradores parece que se quedaron parados en el tiempo.
El hotel es más que acogedor y la chimenea del salón, encendida, brinda una
sobremesa para recordar. Todas las noches
de la vida podrían ser como esa. Ahí afuera está oscuro y los habitantes del
pequeño establecimiento estamos ajenos al mundo. Siguen cayendo los kilómetros
o millas, las carreteras se empinan en algún momento, pendientes de 25%, que
suben y bajan para desembocar en playas como la de Clashnessie, de arena rosa.
Cruzamos a la isla de Skye en ferry, y el terreno es salvaje y despoblado,
donde las cascadas caen directamente al mar y la arena es negra en algunas
playas. De vuelta a la gran isla, el viaje prosigue bajando la costa, y se
suceden los castillos antes de entrar de nuevo en Inglaterra. Atrás queda Escocia, su costa oeste, lugar de ensueño para los sentidos.
sábado, 13 de octubre de 2012
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