Camino de Escocia, la que ahora convertirá en plebiscito el
deseo de independencia de parte de la población, alejada de Inglaterra, es difícil
ver el sol, casi imposible esos días, el cielo es gris aunque casi no llueve,
lloverá a lo largo del otoño e invierno para dar color a los campos y a las
extensiones donde sólo el brezo reina, allá donde se pueden contemplar algunos
de los parajes más espectaculares que uno pueda imaginar, donde la soledad
parece eterna, donde no parece correr el tiempo, donde las carreteras son
accesorias, pero vitales, estrechas y casi escondidas en el paisaje. Pero Edimburgo
todavía es ciudad, con su imponente castillo, que conserva un característico
olor. Al despertar tras la primera noche allí, enfermo a mediodía, repentinamente, con fiebre alta, “jose
se pone malo, fiebre”, “jose se pone bueno, no fiebre”. Lo dice Elena en sus
notas, la que me cuidó, recuerdo el Bed and Breakfast donde estábamos alojados,
enfrente de un campo de golf, la habitación enorme, con grandes ventanales, la
dueña me dio alguna pastilla, mano de santo, por la noche pudimos asistir al
espectáculo del Tattoo, desfiles de bandas militares, que marchan al son de
gaitas y tambores, bonito espectáculo al aire libre, tapados con manta, la
noche refresca en la explanada del castillo pero el calor se conserva al cobijo de la cercanía.
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